Ceguera ecológica – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

Cuando Celestino alcanzó la cima de la última colina, descargó el morral en el suelo y aspiró profundamente el aire fresco de la montaña, lentamente observó el multicolor paisaje, deleitándose con los diferentes panoramas que le brindaba la naturaleza.

Desde ese lugar privilegiado, empezó por recrearse  con el silencioso y misterioso páramo, abrazado por el manto de niebla que se extendía sobre las agrestes montañas, las que siempre estaban a la espera del próximo aguacero, el cielo permanecía escondido tras las nubes espesas y oscuras, y a medida que Celestino observaba su entorno, el azul celeste iba apareciendo, descansando sobre el perfil irregular de la cordillera, la que poco a poco se fue tiñendo con todas las tonalidades del verde, mientras el sol calentaba los bosques y los valles cultivados con café y caña, el paisaje siempre se veía sonriente y agradecido con la luz del sol.

El caminante pensó que la vida en el planeta era una sola, por eso las relaciones del hombre con sus semejantes, tenían grandes similitudes con las del hombre y el medio ambiente, cuando observó los páramos oscuros y lluviosos sintió frío en su alma y quiso abrazar su propio cuerpo para darse calor, sensación pasajera que se fue diluyendo, a medida que el sol cubría el paisaje de los cerros y valles, en las lejanas zonas templadas.

Celestino continuó dejando que sus pensamientos cabalgarán sobre las nubes, como si fueran potros salvajes, con las crines al viento y los cascos sin conocer herrero, hasta que volvió a poner los pies sobre la tierra y levantando el morral, lo acomodó nuevamente en su espalda, iniciando el descenso en busca de su lugar preferido para acampar, un remanso de paz, ubicado en un uno de los recodos del río, que alegre y torrentoso descendía desde el reino de los frailejones y la neblina en el páramo. En ese recodo las aguas detenían su desbocada carrera hasta llegar a una meseta natural, invitando a propios y extraños a disfrutar la frescura del agua, para entregarle el cansancio acumulado en sus cuerpos, después de una extenuante jornada.

Esa noche acampó en el amplio paraje, a la orilla del río, rodeado por un espeso bosque y allí disfrutó del sueño, arrullado por la voz de las chicharras, el croar de las ranas, el ulular de los búhos y el suave murmullo del agua saludando a las riberas y las piedras.

Al siguiente día, despertó a media mañana, cuando el sol se filtró por la malla del mosquitero, besando su cara para invitarlo a disfrutar el agua fresca del pozo más cercano, entonces caminó descalzo sobre el suave colchón de pasto y sintió la frescura de las hojas, que frágiles se extendían bajo sus pies, siendo invadido por ese raro placer que solo alcanzan los seres que aman genuinamente a la naturaleza.

El agua cristalina dejaba ver la arena y las piedras en el fondo del cauce, cuando caminó despacio, hundiéndose poco a poco hasta las rodillas, dentro del agua, iba percibiendo la comunión de su vida  con el origen de la vida, así llegó hasta una piedra que sobresalía en la superficie del rio y se sentó sobre ella, entonces vio como el vello de sus piernas adquiría movimiento, animado por la corriente, convirtiéndose en señuelo y atrayendo a una nube de obstinados Alevinos decididos a depilar sus piernas.

La magia de la sana existencia se reflejaba en el fondo del pozo, confundida con el reflejo de las nubes, el cielo y un águila que volaba a gran altura, reflejándose también en el espejo del rio, era un espectáculo maravilloso que no necesitaba dinero o poder para disfrutarlo, un espectáculo único, nacido en el origen y el fin de todas las cosas.

Así, como fue deleitándose en un abrazo ecológico que solo se percibía con los ojos del alma, también vio una trucha que mantenía su cuerpo bajo la cavidad de una piedra, esta lo observaba con sus enormes ojos redondos abiertos y el hipnotizador abrir y cerrar de su boca, en un proceso de respiración que para ella significaba la vida, en cambio para los seres humanos, representaría la agonía  previa a la muerte, inesperadamente, el animal se lanzó en un veloz batir de aletas, emergiendo del agua para atrapar un zancudo, que revoloteaba sin sospechar que se convertiría en almuerzo de otro, en ese mínimo instante de vida y muerte, percibió con más fuerza el equilibrio natural, donde la vida dependía de la vida, y en ocasiones, incluso de la misma muerte.

Celestino seguía hundido hasta el cuello en ese infinito mar del pensamiento, observando el raro fenómeno óptico regalado por el agua, cuando esta se convertía en un lente de aumento, que deformaba las imágenes de los cuerpos que atrevidos profanaban las entrañas de su universo acuático en el que todo era diferente.

El peregrino había logrado cultivar una rara empatía ecológica con los insectos y los animales del bosque, incluso el viento y el agua parecían hablarle estando a solas, ese día, mientras permanecía sentado en la piedra, vio una vistosa mariposa que lo observaba, mientras la luz del sol se distraía jugando con los colores de sus alas, y él ahí sentado, dentro del agua, viendo ese juego equilibrado de la vida sin la intervención del hombre, sintió compasión por la antropofagia del hombre civilizado, persiguiendo angustiado el poder, sin advertir que va en una carrera, camino de su propia destrucción.

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