El día señalado se acercaba inexorable, igual al segundo siguiente que nada lo puede detener, mientras tanto los noticieros se desbordaban impartiendo instrucciones, para que todos tomaran las máximas precauciones, los presentadores de la actualidad de los hechos competían y compartían dramáticamente, la manera como avanzaba la trágica sombra que se cernía sobre el planeta.
Ellos insistían en la responsabilidad de cada ciudadano, para construir un escudo de seguridad, como si fuera un tejido social, en el que se pudiera proteger a la humanidad de la enfermedad que se había convertido en pandemia, la que quería alcanzar con su brazo siniestro, la vida de los que no tomaban su amenaza en serio.
El día señalado como línea de quiebre, ya se tocaba con los dedos, podía verse en las angustiadas miradas de los transeúntes, se percibía en el olor particular que emanaban los cuerpos, el que ya empezaba a flotar en el aire, era el olor del miedo colectivo a lo desconocido, un ser que nadie podía ver, que nadie podía decir qué era a ciencia cierta, mucho menos predecir cómo o dónde atacaría.
La incertidumbre se paseaba por las calles, igual que en las fronteras y los aeropuertos, las redes sociales y el comentario telefónico se encargaban de difundir información sin fundamento, cualquier conjetura se daba por cierta, como si fuera una tabla de salvación para un náufrago en medio de la tormenta, la investigación y la ciencia se debatían buscando soluciones en medio de un mar de contradicciones, creando más desorientación en las gentes.
En esta indecisión, el desasosiego fue apoderándose de la población, que caminaba cada vez más recelosa de todo y de todos, el posible contagio se veía inminente, en el aire, en las calles, en los vecinos, incluso, un estornudo caía como una piedra enorme en la frágil tranquilidad del agua en un pozo. Todo fue contribuyendo para que se abriera un túnel, perforado por el recelo de unos con otros, el cual nos iba engullendo a todos, forzados a permanecer entre cuatro paredes, como única estrategia de protección y salvación, ante la posibilidad de ser tocados por la sombra de la muerte.
Los vientos huracanados de los temores colectivos soplaban cada vez más fuerte y las personas encerradas en sus viviendas, empezaron a vivir una nueva realidad, como si hubiera sucedido un novedoso fenómeno de desplazamiento invertido hacia dentro, entonces las calles, los centros comerciales, las oficinas y el transporte masivo fueron quedando vacíos. Mientras tanto, las familias empezaron a vivir la verdadera realidad del aislamiento, las nuevas necesidades, tareas y responsabilidades fueron surgiendo, producto de una debilidad que se convirtió en fortaleza, cuando la supervivencia nos obligó a darnos cuenta que el dinero y el poder no lo eran todo, que todos somos iguales, por nuestra susceptibilidad al riesgo, además, en el encierro nadie prioriza necesidades ajenas.
En medio de esta realidad, una mañana del comienzo del confinamiento, don Eleuterio, hombre centenario y sabio, con lucidez a toda prueba, permanecía recargado en la baranda de la terraza en su casa, observando cómo la gente caminaba apresurada, cargando provisiones para llenar sus despensas, previendo tiempos difíciles, las costumbres cambiaron en pocos días, los trajes formales, ahora eran sencillos y prácticos, las caras cubiertas por tapabocas y los gorros cubriendo la cabeza hasta las cejas y las orejas, los zapatos lustrosos se reemplazaron por los cómodos y deportivos tenis, los trajes femeninos sugestivos y vistosos se perdieron en el recuerdo, siendo reemplazados por sudaderas que cubrían desde el cuello hasta los tobillos. Todo era diferente, desaparecieron los corrillos callejeros y aparecieron los rostros solitarios soñando pegados a los vidrios de las ventanas, añorando tiempos idos.
Don Eleuterio pensó en las escuelas vacías y los niños haciendo ejercicios en una pantalla, dirigidos por un angustiado profesor, acostumbrado al contacto visual y físico.
Eleuterio deseaba volver a disfrutar la calle, caminar en el parque y compartir con sus entrañables amigos, deleitarse con un café en alegre tertulia, recordando viejas aventuras, él percibía la calle desde la terraza al alcance de sus pasos, la veía solitaria, triste y abandonada, mientras que sus nietos se perdían en el simulado mundo de la virtualidad, una realidad sin sentido, sin cuerpo, ni espíritu, viajando en un mundo irreal, que los privaba de las sensaciones. El sabio vio cómo la humanidad se iba hundiendo en arenas movedizas, mientras tanto él seguiría esperando salir un día a disfrutar el abrazo real con sus amigos y sentir el genuino placer de seguir vivo.