La luna sonreía esplendorosa adornada con una diadema de luceros, avanzaba lentamente acariciada por los velos sutiles de la neblina, hasta que tímida se fue escondiendo tras la cortina de una espesa nube, la noche empezaba a oscurecerse, y cuando el abuelo terminó de relatar el cuento de la “Curva del miedo”, la luz del farol que alumbraba el frente de la casona se perdió entre la niebla.
Inesperadamente, los valles y las montañas se iluminaron por un relámpago y se escuchó el quejido agónico del viejo transformador, quedando la casona en tinieblas, entonces el anciano estrechó contra su pecho al nieto que dormía tranquilamente sobre el canto de sus piernas, a la vez que acariciaba una por una las cabecitas de los otros niños, quienes permanecían sentados en el piso contra el sillón, con voz suave y cariñosa tranquilizó a los más alarmados, desde el fondo del corredor surgió la luz emitida por una lámpara, que la voluminosa cocinera traía presurosa, con el fin de alumbrarle a los niños el camino a las alcobas, todos avanzaron detrás de ella, iban como un remolino infantil alrededor del abuelo, mientras que el conducía en brazos al que dormía como foca.
Cuando entraron a la alcoba de la cama grande, en un instante todos estaban debajo de la cobija, dispuestos a derrotar unidos el miedo, por debajo de la manta en sus ojos se reflejaba la tenue luz de la lámpara, así los dejo el abuelo cuando les dio las buenas noches, cerrando tras de él la puerta.
Todos se quedaron escudriñado lo que no veían, como en una ceguera nocturna, el cuarto estaba pleno de tinieblas, los pequeños empezaron a sentir paralizados los cuerpos, los tímpanos tensos, se oía el desorden agitado de su respiración, los corazones querían salírsele por la boca en un incontenible galope y el cerebro no coordinaba la percepción del entorno ni los alocados pensamientos.
Así fue avanzando la noche, sin que ninguno pegara los ojos, hasta que el milagroso canto del gallo anunció la alborada, y una tenue luz empezó a filtrarse por debajo de la puerta y las hendijas de las ventanas, se oyó el trino de las aves y el cacareo de las gallinas correteando por el patio, mezclados con el mugir de las vacas llamando a los terneros.
Todo era como un bálsamo que regresaba a la vida a los angustiados niños, permitiendo que por fin conciliaran el sueño hasta media mañana, cuando entró el hijo de la encargada de la cocina a llamar para el desayuno. Cuenta la vieja cocinera que las sábanas estaban húmedas y que nunca supo si era de sudor o de otra cosa.
El día paso entre risas y juegos, hasta que empezó la noche, y nuevamente rodearon al abuelo, que permanecía sentado en el viejo sillón en el rincón del corredor, pidiéndole en coro que les relatará nuevas historias, esa noche se veían felices porque no había neblina y la luna llena iluminaba el campo hasta el horizonte, además, ya habían arreglado el daño del fluido eléctrico y la casa desbordada luz. El abuelo, accedió a contar nuevas aventuras con dos condiciones, en esos momentos los niños giraban alrededor de él cantando en coro:
¡Lo que tú quieras abuelo! ¡Lo que tú quieras!
Él levantando las manos pidió silencio y explicó, la primera, que duerman cada uno en su cama, y la segunda, que antes de acostarse, todos orinen sobre las piedras calientes, que les va a traer la cocinera y luego se tomen el agua de poleo, entonces, volvió a girar la ronda del coro infantil,
¡Aceptado! ¡Aceptado!
Cada uno se acomodó en el piso a los lados del sillón y expectantes esperaban el nuevo relato.
Luego de apurar unos tragos de agua de toronjil, inició el fantástico viaje con sus nietos; esta no será una historia de miedo, para que esta noche puedan dormir como angelitos. Hace muchos años, en el tiempo en el que hablaban las enjalmas, había mucha variedad de pájaros en esta región, en las orillas de los ríos y quebradas, en los montes y huertos, en los tejados y hasta en los zarzos de las casas y los establos, eran tantos y tantos que el amanecer y el atardecer decidieron detener su peregrinaje eterno un momento, para disfrutar las encantadoras melodías de las aves.
Fue en esa época que existió una mirla cuyo canto hechizaba de la misma manera que lo hacían las sirenas de La Odisea. Todas las mañanas cuando la mirla salía del nido, se paraba en la copa del árbol más alto para iniciar su melódico canto, las aves detenían su vuelo, los hombre suspendían trabajos, las abejas detenían las fábricas de miel y todos se extasiaban con los acordes celestiales de la mirla, algunos pájaros trataban de imitarla sin ningún éxito, otros, le rogaban para que enseñara a sus pichones, pero ella tenía el corazón carcomido por el egoísmo, y nunca, pero nunca quiso compartir su habilidad, ni su secreto, incluso, empezó a sentirse fastidiada porque todos disfrutaban oyéndola.
Entonces decidió elevarse hasta las nubes y allí donde nadie la oyera, extasiarse ella misma con su canto, en la soledad de las alturas, hasta que un águila la descubrió y la noticia se regó como pólvora, al día siguiente cuando empezó el hermoso canto, vio escondidas entre las nubes infinidad de felices aves oyéndola.
Este fue el comienzo de su desgracia, y decidió ascender más, a donde no la pudieran seguir ni los cóndores ni las águilas, con su corazón pleno de egoísmo, subió y subió hasta el reino del granizo y la nieve, acomodándose sobre un blanco y suave copo se dispuso a iniciar el concierto, pero ¡oh sorpresa! el pico y la garganta se le habían congelado y de ellos no salía ni un sonido, quiso volar pero las alas las tenía como témpanos, así todo su cuerpo, entonces, empezó a descender como un bloque de hielo en caída libre, cargando la angustia del egoísta, quiso silbar, cantar o trinar pero no pudo, hasta que finalmente cayó en medio de un hato de vacas, entre un montón de estiércol fresco aún caliente, hundida en medio de los desechos, el calorcito empezó a descongelarla, hasta que por fin pudo sacar la cabeza y comenzó a cantar para que vinieran sus admiradores a salvarla, pero el primero que la oyó fue un gato que por allí pasaba, muy comedido la ayudó, para luego, de un bocado engullírsela.
Todos los niños seguían embelesados la historia, uno suspiró, otro lloró, otro gritó de rabia y el resto exclamó a una voz, ¡pobrecita!
El abuelo después de un momento de silencio y apurando un sorbo de su agua de hierbas agregó, hijos por eso, el egoísmo no es bueno, tener el conocimiento y no compartirlo, es lo mismo que no tenerlo, además de este cuento, nos quedan otras enseñanzas de la sabiduría de nosotros los abuelos.
- Si subes como palma, caes como coco
- Si tienes el estiércol hasta el cuello cierra el pico
- No todo el que te saca del estiércol es para hacerte bien
Y habrá otros que después me contarán porque hoy ya nos vamos a dormir sin miedo, mañana iremos temprano de paseo al río y habrá nuevas historias.