Todas las noches después de la comida, el abuelo tenía por costumbre salir al amplio corredor, que rodeaba el patio del frente de la vieja casona de la hacienda; sin prisa se dirigía al rincón más alejado, donde estaba su sillón preferido, acomodando en él su pesado cuerpo, entre los crujidos de protesta de los muelles del vetusto mueble, allí permanecía inmóvil en la esquina, perdido entre la penumbra, a donde solo llegaba la difusa luz del farol, que iluminaba el portal, proyectando también sus reflejos sobre las copas de los cedros cercanos.
En medio de este paisaje nocturno, el abuelo seguía sumido en el sillón y sus recuerdos, según decía, para reposar la comida y hacer sueño, así debía ser, porque después de un par de horas, se dirigía a su alcoba a dormir envuelto en los aromas a jazmín y rosa que usaba la abuela, las que él siguió esparciendo en el ambiente de sus sueños, aún después de su muerte.
Normalmente, el anciano desde su rincón preferido, disfrutaba y vigilaba los juegos de los nietos, al mismo tiempo que dirimía los infantiles pleitos, hasta que ellos rendidos se sentaban a sus pies, reclamándole historias de los viejos tiempos, cuando habían llegado a establecerse con la abuela en esas fértiles tierras.
La noche estaba oscura como boca de lobo, de vez en cuando se iluminaba con los destellos de los relámpagos que parpadeaban en el cielo sobre las montañas cercanas, jugando con los perfiles de las espesas nubes y dibujando las sombras de las copas de los árboles, que se mecían como extraños fantasmas, impulsadas por el paso de la tibia brisa que subía de la orilla del río, el ulular de las lechuzas se oía cercano y el aullido de los perros se repetía de finca en finca, como si fuera un eco rodando por las montañas, alrededor del foco revoloteaban las polillas y zancudos acompañados por unas hermosas mariposas negras, que según contaba la anciana cocinera, eran brujas disfrazadas que salían en las noches a chupar la sangre de los niños desobedientes o a los enamorados furtivos que se perdían en las sombras.
A esa hora los niños rendidos de correr y hacer alboroto, se acercaron a sentarse en el piso, alrededor del abuelo. El más pequeño se acomodó en las rodillas del anciano y él cariñoso lo recargó en su pecho, siempre se repetía el mismo ritual todas las noches en el tiempo de las vacaciones escolares, después del juego venía el placer de disfrutar sus añoradas historias, su voz emergía de entre las sombras, como la magia de las candelillas que solo se divisaban cuando titilaban, volando en medio de la oscuridad, o suspendidas entre las hojas del jardín, esa noche oscura de junio parecía que se hubiesen citado todas para inspirar con sus luces los cuentos recogidos en el camino de la vida del viejo.
— ¡Cuéntanos más historias abuelo!
Pidió la pequeña de pelo negro como la noche, con la mirada chispeante y ansiosa.
Después de un corto silencio, el anciano carraspeó y refrescó la garganta con un largo trago de agua de toronjil y pomarrosa, que acostumbraba tomar para tranquilizar los nervios y atraer el sueño.
Así inició su relato señalando hacia los cerros, donde se veían los destellos amarillentos de las luces del pueblo, como si lo hubieran colgado en la mitad de la cordillera. Lo que voy a relatarles sucedió en el camino al pueblo, hace tantos años que ya se borró la cuenta de mi memoria; en esa época para subir al mercado semanal, la carretera era un camino veredal, agarrado a la tortuosa pendiente, yo acostumbraba a subir a caballo, porque el único transporte era un viejo bus que siempre subía gimiendo por el exceso de carga y pasajeros; trepaba agarrado a las piedras de las carretera y los pasajeros eran tantos que algunos tenían que colgarse hasta de la puerta, el gordo Tarcisio, su conductor, reclamaba siempre, “córranse, pa’tras, qui’allá todavía queda espacio”, cuando en realidad no le cabía un alma más a la vieja carrocería de madera, que se quejaba igual a las coyundas del yugo en los cachos de los bueyes.
Por eso yo prefería ensillar a Azabache y hacer el camino a caballo, además, podía regresar a la hora que quisiera. El día de mi cuento, regresé tarde en la noche, la luna llena estaba colgada en los más alto del cielo, desplegando todo su encanto, cubriendo el campo con la luz plateada que solo ella tiene, haciendo que el camino perdiera su color amarillento y las piedras dejaran de ser negras, todo se impregnaba de un mundo de fantasía, cobijado por el manto plateado de la luna.
Esa noche desde que salí del pueblo, podía ver la carretera extendiéndose a través de la pendiente, descendiendo como una larga serpiente, que zigzagueaba hasta perderse en la distancia en el fondo del cañón, el reloj de la torre marcó las 12 campanadas en la nueva iglesia, porque el pueblo lo habían incendiado en los años de la guerra y la tenacidad de sus habitantes lo había vuelto a levantar de las cenizas, como el Ave Fénix.
La luz de la luna se reflejaba en el pelo sedoso y brillante de Azabache, mis pensamientos alentados por el último aguardiente, el del estribo, había dicho don Pastor, me llevaban a pensar que montaba un fantasma, cabalgaba sin prisa, silbando el hermoso pasillo de Efraín Orozco, “Señora María Rosa”, con el que un día nos enamoramos con su abuela, eso es cuento para otra noche, las notas de las tonada se fugaban entre los árboles y la cañada, hasta que recordé, que estábamos llegando a la “Curva del Miedo”.
Según había contado Pastor Pacheco, el viejo ganadero con quien siempre compartíamos alegres copas, el pueblo había sido azotado por una guerra y dos violencias políticas; en esa épocas nefastas llevaban los muertos a tirarlos al barranco de la curva, y los cadáveres resbalaban por el rodadero hasta las aguas torrentosas del río, desde entonces, en los días de mayo y en noviembre, el mes de los difuntos, todas las noches de luna llena, el desfiladero se cubría de una neblina transparente que permitía ver las cosas difusas a través de ella, impulsada por el viento que subía del río, se veía en permanente movimiento y los colonos decían que eran los cuerpos de los muertos, tirados al barranco sin la sagrada sepultura.
Cuando algún temerario jinete se atrevía en medio de la noche a pasar por ese lugar, percibía un aroma a rosas, similar al que expelían las coronas de flores en los entierros. En la mitad de la curva se elevaba una enorme roca, sobre la que el párroco entronizó una imagen de la Virgen de Fátima, con una gran ceremonia fúnebre, declarando el sitio un camposanto. Por uno de los lados de la gran piedra, partía un camino tallado en la roca, como una larga escalera, que acortaba el trayecto para llegar al pueblo, no sin antes pasar por el cementerio, la Virgen había desterrado un poco los miedos populares, no así, el aroma de flores.
El abuelo apuró un trago del agua de yerbas y después de un premeditado silencio, observó los ojos de sus nietos fijos en él, ya estaban apretados sus cuerpecitos unos con otros, y las dos niñas abrazadas a sus piernas.
Luego continuó: esa noche detuve la tonada, cuando empecé a percibir el olor a rosas, y en la cañada vi las blancas figuras de los fantasmas subiendo por un lado y bajando por el otro, hasta donde se perdía el estrepitoso ruido del río, antes de llegar a la curva Azabache se detuvo, negándose a avanzar, entonces volvió a mi recuerdo, la advertencia de Pastor, “al miedo hay que ahuyentarlo, con tres Ave Marías y tres tiros al aire”, de modo que aplique el conjuro y el caballo abordó la curva, con algunos temblores nerviosos.
Llevaba la cabeza erguida olfateando el aire, las orejas enhiestas en permanente movimiento, tal vez detectando sonidos de otra dimensión, el brioso animal se detuvo como protegiéndose contra la gran roca; fue cuando percibí el galope desbocado de otro caballo, que subía acercándose por la carretera, bajo la luz de la luna se oían los cascos golpeando las piedras y la respiración agitada de la bestia; yo sentía a Azabache cada vez más tenso, el sonido producido por el galope llegó hasta nosotros y veía saltar chispas de las piedras al contacto con las herraduras, sentí su respiración y el sonido del freno cuando pasó el animal pegado a mi cuerpo, pero no vi animal alguno, tan solo una sombra, que se salió de la carretera, desviándose por el camino de piedra rumbo al cementerio, entonces miré a la Virgen sobre la roca y bajo la luz de la luna la vi sonriente, en ese momento Azabache lanzó un potente relincho que sacudió las nubes y detuvo los fantasmas en el desfiladero, emprendiendo un frenético galope y no se detuvo hasta llegar ahí, donde hoy está el farol que ilumina el frente de la casa.
El menor de los niños se había dormido en mitad de la historia y los otros nietos pidieron permiso, para dormir esa noche todos en una sola cama.