Mujer, dignidad y trabajo – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Cuando abrió el portón de la casa, la brisa helada del amanecer golpeó el rostro de Ofelia, decidida salió al andén y con habilidad ajustó la pesada puerta, al mismo tiempo que hizo girar la llave para asegurar la oxidada y quejumbrosa chapa, luego, se acomodó en los hombros las correas del morral y avanzó con paso seguro por la mitad de la desierta calle, como si fuera una figura fantasmal que continuamente aparecía bajo los conos de luz amarillenta, proyectados por las farolas que colgaban de los postes del alumbrado público, su figura se volvía intermitente cuando se disolvía entre las sombras, haciendo que el ambiente se impregnara de un halito misterioso, bajo cada foco se veía volar una nube de insectos, los que por un atributo de la naturaleza, jamás chocaban entre ellos.

La mujer iba con el cuello de la gruesa chaqueta subido hasta las orejas y la cabeza la cubría con un gorro pasamontañas tejido por la abuela, para protegerse de la lluvia y el punzante viento frío del amanecer; acostumbraba a usar esa gruesa chaqueta, para darle la apariencia de una mayor contextura y fortaleza física, a su frágil cuerpo femenino, estaba segura que de esta manera alejaría los ojos mal intencionados que acechaban a los osados transeúntes, desde las sombras de alguna portada.

En este trayecto Ofelia acostumbraba a llevar una mano agarrada a una de las correas del morral, en el que cargaba el overol de trabajo y el almuerzo del día, la otra mano la mantenía hundida en el bolsillo derecho de la chaqueta, empuñando un pequeño atomizador de gas, enceguecedor y paralizante, el que ya había utilizado con un par de atracadores.

Irónicamente, la soledad era su única compañía, por eso todas las madrugadas hacía sola el mismo recorrido, de su casa hasta la portería de la fábrica de confecciones donde trabajaba, ya se había acostumbrado a estar alerta, el peligro acechaba en cualquier resquicio de la calle y en el momento más inesperado podía surgir. De tantas madrugadas y de tanto caminar en la zozobra, logró desarrollar ese sexto sentido del que hablaba el abuelo, olfateaba el peligro desde lejos, ya no se sentía tan vulnerable como al comienzo, los delincuentes del sector la conocían, incluso, algunos la saludaban desde la sombras, encendiendo y apagando sus linternas, el temor y el miedo sufridos en esos lejanos días, se quedaron en las curvas del olvido, de pronto recordó la furia de leona que la invadió cuando habían intentado atracarla, y terminó poniendo en fuga a los atrevidos facinerosos.

A medida que avanzaba divisó a la distancia, la figura difusa del cobertizo en el paradero de los buses públicos, y se imaginó un fantasma perdido en el abrazo de la niebla, debajo de las bancas permanecían dos enormes perros negros callejeros, protegiéndose de la llovizna y el frío, el macho se le acercó lanzando gruñidos amistosos y batiendo la cola, era un bonito ejemplar de labrador, ella le acarició la cabeza mientras avanzaba a su lado dando saltos de alegría. Sin detener la marcha, la mujer sacó del bolsillo un pan, lanzándolo al aire, el animal de un ágil salto lo capturó y en segundos lo desapareció entre sus fauces, entonces ella pensó que un perro significaba compañía, seguridad y tranquilidad a bajo costo, así avanzaban entre juegos, hasta que se encontraron una patrulla, uno de los policías requirió a la muchacha sus papeles de identificación, mientras que el perro gruñía agresivo, ella se los enseño y él siguió su camino con una velada amenaza en su despedida,  ¡doña Ofelia! Cuide su perro negro, que las noches son oscuras.

Normalmente el animal la acompañaba hasta la portería de la fábrica y luego se devolvía en desbocada carrera hasta donde lo esperaba dormida su compañera.

Ofelia siempre había pensado, que la cédula era un documento, que no solo la identificaba como ciudadana, sino que también de alguna manera, la hacía copropietaria de su país y de todos los recursos que había en él, pero el tiempo y la vida, le enseñaron que ella y todos los trabajadores, en efecto construían país, pero en la realidad, unos pocos se comían el producido en medio de la opulencia, hija de la espuria corrupción, dejándole a los que genuinamente hacían país solo las sobras para subsistir.

La mujer entró a la fábrica cuando la luz del sol se anunciaba en el horizonte, con un suave resplandor extendido sobre las montañas, llegar a su puesto de trabajo y ganar los medios para atender su sustento le demandaban a ella una hora de larga caminata. Luego de marcar en el reloj del control de turnos, se perdió por el largo pasillo rumbo al taller, a esa hora salían las operarias de la jornada nocturna y entraban las de la diurna, el amplio corredor se inundó  con un caudal de mujeres, de saludos y risas, dolores y alegrías, cada una cargando en su corazón ilusiones y sueños futuros, o simplemente conteniendo las ansias de llegar a casa, antes que el esposo partiera al trabajo sin el beso de los buenos días, o los hijos en edad escolar sin tomar el desayuno, todas alimentando sentimientos sinceros, sobre los que levantaban sus familias.

Ofelia se sentó en su puesto y percibió el calor del cuerpo de su compañera  de trabajo en la silla, el aroma a agua de rosas aún flotaba en el ambiente, encendió la máquina de coser y empezó a unir piezas de tela, recordando lo que le escuchó decir al abuelo cuando niña, “el trabajo dignifica al hombre” y pensó que eso no era realmente cierto, porque todos sus esfuerzos, madrugadas, luchas diarias, peligros, el frío y la lluvia, sus conocimientos, habilidades y destrezas, su sentido de responsabilidad y todo lo que ellas hacían les permitía más bien dignificar al trabajo, estaba segura que en condiciones injustas su trabajo no les daba dignidad y solo les permitía subsistencia.

Ese día, entre telas, costuras y un doloroso pinchazo en su dedo índice, acompañado de una maldición por su descuido, pensó que ellas eran las que dignificaban su trabajo, con todo lo que hacían, para lograr en el futuro un mejor país.