Simbiosis y Equilibrio Social – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

El milenario bosque de robles se extendía como un gigantesco tapete verde oliva, a lo largo de la pendiente de los cerros que nacían a la orilla del río, hasta perderse en el sinuoso horizonte, sobre el que descansaba sonriente el cielo azul; a esa hora las aves surcaban el aire sin rumbo definido, posiblemente en busca del alimento diario para sus polluelos. El canto de las mirlas y los turpiales alegraban el paisaje, el ritual amoroso de las chicharras y los grillos se elevaba de entre los helechos y las copas de los árboles, entonando un coro con el croar de las ranas y los sapos en los extensos humedales, mientras los ojos vigilantes de un águila, que volaba en círculos a gran altura escudriñando el tupido follaje, tratando de decidir su posible víctima para el almuerzo.

La vida fluía con el equilibrio ancestral de la naturaleza, las ardillas saltaban inquietas entre las ramas de los robles, en procura de frutos y semillas, de las que extraían diminutas nueces con sus afilados dientes, mientras las abejas zumbaban entre la vegetación buscado flores para extraer el néctar y llevar adheridos a su cuerpo los granos de polen, que fertilizarían la continuidad de la vida en otras flores, una enorme mariposa muzeña volaba errática, jugando con los rayos del sol que se colaban por  entre el follaje, haciendo más hermosos sus irisados colores, mientras que, desde el hueco de un tronco descompuesto por la humedad y cubierto de musgo, se veía asomar la diminuta cabeza de un armadillo, queriendo atrapar insectos desprevenidos para la merienda.

La energía emanaba palpitante por todos los rincones del bosque, en esa dinámica de comunidad donde todos contribuían para la vida de todos, era un intercambio permanente entre animales, vegetales, especies e individuos, cada uno como eslabón de la existencia, en las cadenas alimentarias del medio ambiente, en el equilibrio de la creación, con la huella del tiempo impresa en la evolución permanente.

A la orilla del río había crecido un enorme roble, nadie sabía su edad verdadera, todos relataban viejas historia sobre él, contadas por los más viejos en noches de luna llena, y coincidían en que ese roble era el abuelo de los más abuelos, su fama ya había trascendido fronteras convirtiéndose en leyenda, por eso, todo animal que corriera, nadara, volara y todos los espíritus de las plantas grandes y pequeñas, organizaban excursiones para ir a conocerlo, viajaban desde los extramuros más aislados del bosque, para recrearse con sus historias o para pedirle sabios consejos, lo visitaban de día o de noche, y él siempre se mostraba dispuesto a ayudar al que fuera, la historia que más les gustaba a los visitantes era la historia de la simbiosis.

Como llegaban tantos peregrinos, decidió organizar dos encuentros, uno a mediodía y otro a medianoche, entonces desplegaba sus ramas y hojas, incluso algunas raíces, para que todos se acomodaran y después de toser varias veces para atraer la atención de la audiencia, iniciaba solemnemente con una voz parecida al susurro del agua del río o al paso del viento, aunque muchas veces se le escuchaba hablar con la voz del trueno.

El centenario roble contaba que su larga vida se la debía a la asociación íntima de la simbiosis, empezando por el agua que tomaba del suelo, el río y el aire, a través de sus raíces y hojas, que con las micorrizas que crecían alrededor de sus raíces se alimentaban mutuamente, mejorando así las condiciones de vida común, luego contaba, que en sus ramas florecían las bromelias, que estas alimentaban su vanidad cuando brotaban en invierno, que ellas se nutrían de su savia en una relación parásita, situación que lo hacía trabajar más, especialmente, en los veranos intensos.

Todos los animales y los espíritus de las plantas del bosque seguían encantados las enseñanzas guardadas en cada una de sus mágicas historias, su voz se tornaba dulce, cuando contaba que sus preferidas eran las abejas, porque lo tranquilizaban con el sonido de sus alas, y le producían cosquillas cuando tomaban el néctar de sus flores, para luego llevar mensajes amorosos,  escritos con los granos de polen, a otros robles hermanos, contaba que las abejas eran sus más queridos comensales, porque por donde quiera que fueran llevaban vida, como el más grande ejemplo de simbiosis, en cambio manifestaba, que le molestaban mucho las ardillas, porque se comían sus semillas, robando muchas para guardarlas como alimento para los inviernos.

Cuando llegaba a estos momentos de sus historias, el abuelo roble les enseñaba, que la vida es un derecho divino de todos, y que todos tenemos el deber de cuidarla, que dolorosamente el animal más irracional es el hombre, porque pierden la vida en luchas internas inútiles entre ellos mismos, unos pocos aprovechándose de las mayorías.

De pronto un día, se quedó en silencio, sus ramas y hojas se recogieron, el ambiente se tornó tenso, todos lo miraban atentos, cuando volvió a hablar y su voz brotó con tristeza, contó que la semana anterior habían venido un grupo de hombres al bosque, y que entre tres de ellos habían alcanzado a abrazar su hermoso tronco, que de sus ojos les brotaban chispas de avaricia y ambición, cuando en medio de estridentes carcajadas, calculaban cuanta madera sacarían del bosque.

Entonces todo el bosque lloró la desgracia de esa nefasta visita, porque los habían condenado a muerte, después de tantos años y tantas generaciones, el lamento se regó como pólvora y las nubes lloraron como nunca, los truenos y relámpagos se sucedieron uno tras otro, el río creció hasta sus bordes, todos queriendo proteger el bosque del depredador más voraz de la naturaleza.

FABIO JOSÉ SAAVEDRA CORREDOR
Esp. Gestión Cuencas Hidrográficas