Amor de Abuela – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Ese amanecer el niño salió al corredor de la casona de la hacienda, recargando dulcemente sus brazos sobre la baranda, recordando que, en la ventana de su apartamento en la ciudad, el horizonte se limitaba a la dureza estática del edificio del frente, al humo de los tubos de escape, a la estridencia de los aceleradores y el coro desafinado de pitos, como también al interminable paso de transeúntes cargando preocupaciones y rostros inexpresivos.

El día anterior habían viajado a disfrutar las vacaciones de fin de año, y en este su primer día, se había quedado  extasiado mirando la luz del sol del amanecer de diciembre, anunciando la proximidad del día, entonces observó el inquieto parpadeo del horizonte extendido sobre las montañas, como saliendo del profundo sueño de la noche y vio como las nubes habían aprovechado el momento para adornar sus bordes con encajes dorados, para dar la bienvenida a la vida en la naturaleza, el pincel del sol naciente dibujó con sus rayos un abanico, desplegándolo sobre la cordillera, las bandadas de garzas volaron del garcero con silenciosos aleteos,  como deslizándose sobre el viento en su viaje diario a buscar alimento.

Mientras tanto, Camilo seguía recargado en la baranda deleitándose en el amanecer, cuando el vuelo de seda de las garzas fue interrumpido por el bullicioso paso de los loros verdes que volaban rumbo a los bosques, en la puerta de la cocina  aparecieron las ordeñadoras con todos sus trebejos, iban rumbo al establo a cumplir su tarea, invitándolo de paso a tomarse el apoyo del ordeño, esa última leche que extraen de las ubres y que todavía tibia y espumosa se la ofrecían en totuma con el  bocadillo que todos los días le mandaba la abuela, la propietaria de la hacienda, mujer recia y tierna, con la sonrisa siempre amable y dispuesta, en el hato no se hacía nada sin su consentimiento, el sentido de justicia en sus decisiones, le fueron creando una imagen que infundía respeto, en la región todos acudían a ella en busca de sus sabios consejos, alguna vez le oyó decir que los años no venían solos y que la sabiduría era la suma de, concha, cancha y maña*.

El pequeño acostumbraba a perder su mirada en el rostro de su Nona, ella le había dicho que las arrugas surcando su rostro, eran la huella de la vida, que en cada surco podían leerse historias de sus años que se habían quedado en el olvido del tiempo, ella siempre tenía una nueva aventura para animar la imaginación de su nieto, cuando abría el libro de la vida, sus relatos fluían como un río caudaloso de experiencias, fantasías, y una que otra mentira piadosa, según decía ella.

A media mañana, la Nona  acostumbraba a bañarse en el pozo del río, para refrescarse del calor del trópico, con las aguas frías que bajaban desde de los cerros,  luego se sentaba a la orilla en una enorme piedra, a la que llamaba, “el trono”, allí mantenía los pies dentro del agua, mientras peinaba su abundante y larga cabellera, con la misma ternura y cuidado que acariciaba a sus nietos, estos momentos los aprovechaba Camilo para recostarse en la hamaca, que permanecía colgada en las ramas de un frondoso mango y desde allí disfrutaba viendo  como el sol se reflejaba en la nívea cabellera a cada paso del peine.

Así era la abuela, con la paciencia y la sabiduría de los que ya no tienen afán, y con la destreza de los  años trenzaba sus cabellos en dos largos y blancos moños, que enmarcaban la nobleza y serenidad de sus facciones, luego se quedaba observando su reflejo en el espejo del agua, dejando que la vanidad la invadiera, esa vanidad que hace a las mujeres más femeninas y bellas, así, la mirada se le iba perdiendo dentro del agua, como si fuera una bola de cristal que le permitiera viajar en sus recuerdos, eran momentos mágicos, en los que la brisa y el viento se detenían a observarla, las chicharras cesaban su canto inspiradas por el respeto que la naturaleza tiene por la sabiduría de los viejos.

La corriente del río cuando caía al pozo, salpicaba infinidad de diminutas gotas, en las que se descomponía la luz del sol, flotando en un arco iris que hacía más mágico el momento, mientras que el niño recostado en la hamaca, imaginaba que cada gota traía recuerdos a la mente de su abuela, y que ella después de disfrutarlos, los devolvía al agua para que ésta se los llevará y al día siguiente se los trajera de nuevo. Cuando esto sucedía el nieto estaba seguro que esa noche iba a dormirse en el regazo de su Nona, oyendo en el canto de su voz nuevas y fantásticas historias.

*Concha: pensar y calma antes de actuar
Cancha: experiencia del camino recorrido
Maña: habilidad estratégica