Dignidad e Indiferencia – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Esa tarde soleada, Plácido caminaba pensativo por la trocha que se extendía a la orilla de la quebrada, el canto del agua fluyendo por entre las piedras tranquilizaba aún más su espíritu, de por sí apacible, como su nombre y temperamento, pensaba que su paso por la vida se parecía a la monotonía de la quebrada, año tras año con las mismas secuencias, disminuyendo caudal en verano y creciéndose con las lluvias en invierno, eternamente corriendo en un cauce ya definido, todo igual a su destino, el que lo puso en una familia con medianas comodidades económicas, favoreciéndolo de penurias y siempre navegando en un oleaje de las mismas aguas  repetidas.

Sentado en el tronco de un árbol caído, sintió la indiferencia que lo había acompañado toda su existencia y concluyó que tal vez sería bueno agitar de vez en cuando las conciencias dormidas, para romper esquemas y rutinas, cuando se viajaba satisfecho en el vaivén del tiempo. Estaba convencido que en la vida de una persona, su sendero un día llegará al crepúsculo, y la necesidad inexorable del momento lo obligará a abrir y leer el libro de la memoria, donde están consignados sus recuerdos de rosas y espinas, heridas y cicatrices, amores y olvidos, chapoteos en pantanos fangosos o aromas de jardines florecidos.

Así nos sucede a todos, buenos y malos,  cuando se llega al horizonte en el atardecer de la existencia y la balanza de la justicia de la vida carga los hechos irrebatibles en sus bandejas y nuestra propia conciencia se erige en juez infalible, en ese momento los intereses y ambiciones se quedan por fuera de la puerta, acompañados por la mentira y las componendas, porque la vida y la muerte los desechan, las vanidades se vuelven difusos recuerdos y duelen, si fueron levantadas en la amargura del dolor ajeno, dicen que es un instante eterno, y al mismo tiempo fugaz, en el que el espíritu viaja centelleante por todos los vericuetos del pasado, durante el segundo en el que la vida le da paso a la muerte, entonces, ya no valen arrepentimientos cuando se llega al final.

Son tiempos en los que los guardaespaldas no cuentan, tampoco el poder almacenado en fortunas mal hechas, con sabor a lágrimas de viudas y huérfanos, desplazados de sus tierras, botines que solo quedarán para alimentar cuervos y ambiciones rapaces, mostrándose las garras amenazantes entre ellos.

En ese efímero paso de la despedida, se negarán la temporalidad de su existencia, acompañados de infinita soledad, queriendo comprar la insobornable muerte, mientras se va cayendo en el arrepentimiento y el miedo por todo el mal hecho, así con las manos extendidas implorando un asidero, irán con los ojos inundados de angustia, nacida en la compunción por haber transgredido el amor al prójimo, suplicando misericordia agarrados de la mano de un clérigo, sin mostrar arrepentimiento, van llevándose su lastre de errores históricos, a la insondable profundidad de la Estigia, porque Caronte no quiere saber nada de ellos.

De esta manera Plácido había dejado volar la imaginación en el sufrimiento y la agonía de un malvado, pensó que ya estaba bueno de indiferencia, en una sociedad enfermiza con mensajes de muerte en cualquier esquina, con zombis vagando famélicos sin rumbo, ilusiones y sueños fallecidos, sobre los que brotan las flores negras, de un pueblo con su dignidad atropellada, por la locura y el cinismo, que hoy ríen satisfechos, posando sus gárgolas sobre las tumbas de un cementerio sin fronteras.

A esa hora el hombre sintió el cansancio del día, entonces estiró las piernas levantándose del viejo tronco y se quitó el sombrero, sacudiendo la cabeza como si quisiera deshacerse de la apatía que tanto daño le había hecho, estaba decidido a dejar la insensibilidad ante el dolor ajeno, quería seguir el ejemplo del agua, ella por donde quiera que fuera, iba sembrando vida y siendo útil sin ninguna preferencia. Había que acabar con la ambigüedad y la tibieza, sino llegaría el día en el que los dueños del poder nos cobrarían hasta el aire que respiramos, siendo este un regalo de la naturaleza.

Plácido caminó a su casa saboreando la dignidad recobrada y sintiendo que era un hombre nuevo, dispuesto a luchar por sus derechos y los ajenos, antes que el dolor o la muerte llegaran a tocar una noche a su puerta.

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