Huellas de vida – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Ayer en la tarde caminé sin rumbo definido, como una nube impulsada por el viento sin dirección ni camino, la atención de mi mirada se detuvo un segundo en el horizonte abrazado por el cielo, admiré una solitaria nube que dormía plácida en la hondonada entre dos montañas, entonces mi inquieta imaginación detuvo su peregrinaje, cuando se concentró en una bolsa plástica que subida en el lomo del viento viajaba sin saber a dónde se dirigía, lo mismo que mis pasos.

Mientras tanto, el sol de la tarde proyectaba las sombras de las casas y los árboles, dibujando figuras alargadas, extendidas sobre el pavimento y el césped del parque, que me hacían recordar las camisas colgadas a secar en las cuerdas de los balcones, las había visto danzar en brazos de la brisa, entregadas a la suavidad de sus caricias, o al batiente delirio de deseos insatisfechos y lúbricos, nacidos en la inconsciencia del viento y mi mente febril.

Inesperadamente, mis pasos se detuvieron en ese lugar que para mí había sido recurrente en los últimos tiempos, parecía ejercer una rara atracción en mi espíritu, siempre terminaba parado allí, tal vez alguna razón desconocida en mis orígenes, orientaba mis pasos a la enorme entrada del cementerio del pueblo.

Ahí estaba nuevamente, debajo del arco, como el indicador de una báscula, en actitud indiferente y con la mirada perdida entre los corredores de las tumbas y la multitud de ángeles tallados en mármol y piedra, que se recortaban en el lienzo azul del firmamento, una larga hilera de pinos cipreses marcaba el límite del camino central en el camposanto y cuando la brisa que subía del río, balanceaba sus copas, por entre las ramas se filtraban haces de luz del sol, como si fueran mágicos parpadeos del atardecer.

Desde la portada busqué con la mirada a mi viejo amigo el sepulturero, hombre solitario y silencioso, con el que habíamos establecido una sólida amistad, en nuestras largas conversaciones, tejiendo historias y confidencias del extrañamente inspirador lugar, cada tumba con su difunto y cada tumba conteniendo una historia de vida.

Teodiceldo tenía la mirada velada e inexpresiva y la voz apagada, según decía él, por la cercanía al frío de la muerte y al polvo de las tumbas, el viejo enterrador estaba seguro, que con tanto enterrar difuntos y desenterrar huesos ya se había ganado el derecho al cielo. Esa tarde lo encontré abriendo una fosa, cuando desde lejos vi emerger una pala lanzando tierra de la excavación, decidí deambular por el cementerio, mientras que él terminaba de construir la sepultura.

Extrañamente, mi ánimo se invadía de infinita paz, cuando visitaba la morada de los muertos, todas mis preocupaciones se quedaban fuera de la portada, como esperando que mi conciencia saliera nuevamente a recogerlas, en esos momentos mi mente entraba en un raro trance, disfrutando intensamente el profundo silencio y la soledad que levitaban en el ambiente.

Esa tarde las bocas inmóviles de las fosas vacías llamaron mi atención, parecían sonreír amables a mi paso, yo curioso aproveché para escudriñar sus entrañas a través de su eterno bostezo, así solitario avanzaba entre tumbas y panteones, mientras el sol iba declinando sobre las montañas en la sierra, las sombras se iban fundiendo unas con otras, anunciando la cercanía de la noche.

Avancé lentamente y pensé en tantas vidas que dormían el sueño eterno, pensé en el universo de vivencias cuando leí epitafio tras epitafio en las lápidas, cada frase expresando sabias enseñanzas, vidas enteras contadas en una sola frase, sentimientos de vivos y muertos, o historias y anécdotas guardando sentimientos jamás dichos, que se fueron amortajados convertidos en secretos, reclamando lo que pudo ser y solo se quedó en deseos, cada uno relatando historias imaginadas por las mentes de visitantes desconocidos.

En mi recorrido fui encontrando una variedad de mensajes: “por fin vas a disfrutar y oír tu silencio en silencio”, “ahí te dejo frío, igual a tu sonrisa en vida”, “si buscáis máximos elogios, moríos”, en medio del crepúsculo leí en algunos la ironía, en otros aprendí y concluí, como si estuviera en una escuela de la vida en muchas vidas, o el reclamo del que se sintió mal atendido, “les dije muchas veces que estaba enfermo”, o los que vieron su despedida como una retaliación, “cuando nací, todos reían y yo lloraba, ayer que morí, todos lloraron y yo reí”, o la cantaletosa que siguió la perorata en el epitafio, “buen esposo, buen padre y mal paracaidista”, el bombero que despidió a su amigo, “aquí yace quien con un fósforo fue a ver un día si gas había y había”.

Teodiceldo apareció en ese momento y quiso enseñarme unas historias especiales, con tanto relato que habíamos compartido en anteriores visitas, impregnados de esa rara filosofía que el pasado contagia en los que quedamos vivos, yo había llegado a ver al cementerio como una biblioteca de biografías, la más grande antología, y a mi amigo sepulturero, como el jefe del archivo.

Avanzamos por el camino principal, mientras él cargaba la inseparable pala en el hombro, así llegamos hasta una lápida en la que se leía la vida de un mentiroso, “su último suspiro fue su única verdad”, luego pasamos a otro, que según él, pertenecía a un vigilante nocturno, “silencio, por fin estoy durmiendo sin cobrar”, la penumbra ya empezaba a desdibujar las cosas cuando mi amigo enfocó la luz de su linterna en un epitafio, que según su lógica, pertenecía a un poeta, “nunca me iré de mis versos”.