Mi vieja Semana Santa – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Ese viernes por la tarde el pequeño José Resurrección, al igual que todos sus compañeros, esperaban ansiosos el sonido del timbre de la escuela, anunciando la terminación de la jornada de clases y el comienzo de las vacaciones de Semana Santa.

La joven profesora María Cristina, abrió totalmente la puerta de su salón y en actitud prudente se paró contra el tablero, mientras que atenta vigilaba a los pequeños, la tensa calma de la espera se rompió en toda la escuela, cuando el timbre lanzó su voz de alegría, los pasillos se inundaron de niños corriendo alborozados en busca de la calle y los días de descanso.

El próximo día se irían temprano con los primos mayores, a cortar palmas de ramo al bosque de robles, él no perdía oportunidad para ir a disfrutar ese mundo natural.

Desde que entraba al enmarañado tejido vegetal, tramado por las largas ramas de la vid silvestre y las hojas de helecho awuaco, el ambiente se tornaba misterioso, cuando las lechuzas volaban espantadas por la presencia de intrusos, llevándose en las alas cuanta telaraña encontraban, mientras que el canto de los pájaros escondidos entre el follaje, el gorjeo de los pichones en los nidos y las ardillas saltando entre las ramas, tranquilizaban su espíritu y le hacían perder cualquier temor al entorno fantástico de la vida en el bosque.

Al pequeño le gustaba tirarse bocarriba sobre el mullido musgo o en el colchón de hojarasca, para ver como el viento jugaba con las ramas, formando figuras caprichosas con el retazo de cielo azul que se lograba ver al fondo, eran momentos inolvidables que se repetían año tras año.

En la tarde regresaban cargados con las hojas de palma, que al día siguiente servirían para extenderlas como un tapete amarillo sobre las calles, al paso del burrito que cargaría a Jesús en la procesión del Domingo de Ramos.

Los días que se avecinaban rompían la monotonía del pueblo. Las familias se aumentaban con los parientes que llegaban de la ciudad de visita, los paseos al río florecían, las calles y el parque se adornaban con la belleza y el ímpetu de la adolescencia, como si el pueblo rejuveneciera, así transcurría hasta el Miércoles Santo, cuando el velo místico de los ritos religiosos detenía las risas alegres y la gente parecía encogerse sobre sí misma en su silencio, caminaban despacio, hablaban poco, las mujeres usaban trajes oscuros y se cubrían la cabeza con velos o pañoletas negras, en actitud de recogimiento y respeto por la muerte del Nazareno.

Los policías cargaban las armas con el cañón hacia abajo, en señal de duelo, mientras los cuchillos de cocina permanecían relegados contra la pared de la estufa, porque si se cortaba carne, se cortaba al Redentor.

Contrario a la actitud piadosa de los adultos, para José Resurrección y sus pequeños amigos, las fiestas empezaban el miércoles, normalmente él era uno de los apóstoles en la última cena, su madre y su hermana mayor, lo disfrazaban con túnicas de colores, y luego quemaban el corcho de una botella de vino para pintarle patillas largas y barba, en esos momentos se sentía San Pedro con báculo y aureola, disfrutaba cuando el sacerdote le besaba los pies y le ofrecía una gran mogolla con copa de vino y una moneda de plata, que todos se la regalaban al apóstol hijo del prestamista del pueblo,  porque ninguno quería ser Judas.

La cascada de acontecimientos imprimiría en la conciencia de los pequeños experiencias de vida, de la misma manera, los ritos establecidos por la mística religiosa y fortalecidos por las creencias populares, eran un terreno propicio para que el inquieto José Resurrección, disfrutara todas las celebraciones, empezando por los interminables desfiles de feligreses afanados por descargar sus culpas anuales ante el confesionario, donde el párroco impartía absoluciones, transformando rostros compungidos, en felices penitentes.

El niño también alimentaba su fantasía, cuando las campanas de la torre morían silenciando sus repiques, desde el “GLORIA” del Jueves Santo, hasta que su tañido resucitaba con el “GLORIA” a las 12 de la noche el siguiente sábado, mientras tanto, eran reemplazadas por el rauco y desapacible tableteo de una matraca, construida ingeniosamente en madera y accionada por una manivela y el acólito ‘matraquero’ de turno.

Durante los tres días santos, el pecado desaparecía, si algunos libidinosos encendían la llama, con la excusa de, “amaos los unos a los otros”, quedarían pegados para siempre, los alimentos se preparaban desde el miércoles para el resto de la semana y los jueves se disfrutaban los siete manjares, las familias compartían comidas especiales, como amasijos, carnes nitradas, postres y bebidas, los que el niño más disfrutaba era el postre de islas flotantes en almíbar, el arroz con leche y el masato.

En esos días desaparecían las ofensas, odios y rencores, como si este fuera un tiempo de tregua colectiva, ineludiblemente se tenían que visitar los monumentos y rezar los 33 credos en el Santo Sepulcro, anudándolos, uno a uno, en delgadas fibras sacadas de las hojas de ramo bendito, para que luego bien amarrados, descansaran durante todo el año detrás del cuadro de la Santísima Trinidad en el altar de la familia, de donde serían rescatados para calmar tempestades o solucionar necesidades.

En este tiempo los juegos estaban prohibidos y los juegos amorosos se suspendían, sin embargo, José Resurrección fue testigo de excepción una noche, cuando una necesidad inesperada lo obligó a ir detrás de la iglesia, y sin querer, vio entre las sombras el espíritu de la difunta campana, como si fuera una gran sotana negra, acompañado por una difusa silueta femenina, ambos levitaban a un metro del suelo, hasta que el viento se los llevó y se perdieron entre las sombras de las buganvilias en el jardín, la extraña y sorpresiva visión dejo al niño con los pelos de punta, lo que lo hizo huir despavorido.

Desde entonces, las beatas y los borrachitos del pueblo hablan del duende de las campanas muertas, que solo aparece en Semana Santa, por eso José Resurrección, nunca volvió a entrar a la iglesia y los ritos religiosos los empezó a oír desde el atrio y al medio día.