La Semana Santa, marcó mi vida – José Ricardo Bautista Pamplona – #Columnista7días

La celebración de la denominada Semana Mayor es una de las más grandes referencias de mis recuerdos de infancia y su legado me remonta a un pasado donde sanas costumbres marcaron mi vida para siempre.

Cómo no rememorar la llegada de esta Semana cuando desde el viernes de dolores se anunciaba una época de pausa escolar, la campana de mi escuela anunciaba un prolongando receso y a mi mesa llegaban exquisitos platillos para deleitar el paladar y compartir en familia.

Ver a mis mayores acicalarse para asistir a las sagradas procesiones, como aquella que entre ramos anunciaba la entrada del Hijo de José y María montado en un asno a Jerusalén, o la que se escenificaba en mi ciudad el Jueves Santo protagonizada por los niños que cargaban en sus hombros las réplicas de los pasos de la pasión y muerte de Cristo resultaba grandioso porque eran momentos de rigurosa devoción donde religiosamente todos compartíamos de aquellas escenas preciadas del pasado.

El Viernes Santo sí que me marcó. Durante ese día no podía gritar, jugar, ni reír y es que se trataba, ni más ni menos, que recordar la muerte del Señor y el momento en que los que lo alababan por recibir el beneficio de sus milagros, lo entregaron a sus verdugos para crucificarlo.

Sintonizar las estaciones radiales para escuchar el sermón de las 7 palabras en la voz de monseñor Augusto Trujillo Arango (QEPD) era realmente fascinante, sobre todo porque esas reflexiones traducidas en un lenguaje fino, singular y ceremonioso me hacían entender qué era eso que llamaban el viacrucis, emulando la pasión del redentor con las acciones de la sociedad en cada estación de la vida.

Cuando el reloj marcaba las tres de tarde era algo sagrado y las nubes parecían confabularse con la conmemoración, porque su tono grisáceo acompañado en ocasiones por rayos y truenos, como aquel que rasgó el cielo en el instante cuando Jesús encomendó su espíritu en manos de Dios, era realmente conmovedor.

Recuerdo a mi abuela reclinada en su sillón con un escapulario en sus manos lamentarse y dar el adiós a Jesucristo, como si estuviera despidiendo a uno de sus hijos. Por sus mejillas corrían lágrimas y expresaba con frases sentenciaras la injusta muerte de su redentor, el mismo que colgaba de un clavo en la cabecera de su lecho.

La casa permanecía en silencio y solo se hablaba en tono «piano» cuando nos sentábamos a la mesa a compartir el suculento alimento. Todo se vestía de luto, desde el traje de mis padres que luego de la procesión llegaban con sus gabardinas y abrigos negros, mi madre llevaba un velo oscuro que cubría su rostro y por el calado de su encaje dejaba ver esa mirada de desolación y tristeza.

La televisión en blanco y negro, cuando no se averiaba los tubos del viejo electrodoméstico, nos permitía disfrutar de la película «El mártir del calvario» protagonizada por el actor español Enrique Rombal Saciá que mostraba el sufrimiento de Jesús en la cruz, y entonces mi abuela volvía a reventar en llanto a causa de las crudas escenas, contagiando de nostalgia el melancólico momento.

El sábado era también el día de acudir a la iglesia para acompañar a la Virgen María en su visita al sepulcro de su hijo amado. Tras el paso cargado por los penitentes, mi madre nos llevaba de la mano marchando al compás melancólico de la banda de músicos, para luego inclinar nuestras rodillas y proclamar oraciones mirando fijamente una imagen de la Dolorosa adosada a los espesos muros del templo.

La Semana Santa marcó mi vida porque su recuerdo quedó hasta en los olores que a veces rebotan las añoranzas, cuando el aroma del incienso aún se mete por mis poros trayendo a mi mente esas revelaciones del pasado, y qué decir de los colores rosado, purpura, vino tinto y morado con los que se vestían los penitentes asociados en una especie de corporación que los reunía en torno a un paso para llevar a cuestas una maciza estatua en yeso adornada con toques de florales fascinantes recorriendo las calles con pies descalzos, una capucha blanca sobre su rostro y los guantes blancos que cubrían sus manos.

Muchos de ellos, empezando por mi padre que hacía parte de esa cofradía, me producía miedo y el solo verlo me causaba pánico ya que no entendía el porqué de su atuendo y ese cambio repentino en su forma de vestir, y menos porqué tenía su cara cubierta con una capucha blanca donde solo alcanzaba a ver el movimiento de sus ojos.

Poco a poco fui entendiendo que todo eso hacia parte de esa época del año cuando el mundo cristiano recordaba lo que representa el recorrido de Jesús hacia el calvario y lo que, según las escrituras, tuvo que padecer el Hijo de Dios para darnos la salvación y hacernos libres eternamente.

Qué complejo resulta entonces entender todo lo que sucedió luego con el cambio de los tiempos, con lo que fueron esos rituales de otrora y la mutación brusca de hermosas costumbres reemplazadas por celebraciones, farra, fanfarria y comilona. Una semana utilizada para la diversión, el goce y la desbordada alegría.

También fui testigo de ese cambio vertiginoso que aun no entiendo y me martilla la cabeza al querer descifrar las acciones de la humanidad en un proceso calificado con el término de “evolución”, porque en lo personal, prefiero aquellos días de pausa espiritual y reflexión donde había espacio para la oración y el agite estresante de la existencia dibujaba un calderón en su partitura acomodando de manera sincrónica los compases del silencio.

Los jóvenes de hoy y algunos lectores me podrán tildar de conservador, anticuado y se mofarán quizá por esta deliberada meditación; sin embargo, no doblego mi pensamiento tal vez encasillado en estructuras, ante las arrolladoras corrientes del modernismo, porque esos instantes dejaron huella en mí y fueron el principio de una cimentación de valores con los que he educado a mi descendencia con extraordinarios resultados.

Al iniciar la celebración de esta semana santa un poco extraña y particular por los sucesos del momento, solo quiero evocar los días que definitivamente marcaron mi corazón, porque ya no están las reuniones en familia, ya no veo a la vecina tocar a mi puerta con las viandas envueltas en un mantel blanco o a mi madre devolviendo atenciones con la repartición del pan adobado en el horno de leña entre rezos y oraciones.

Las calles hoy están vacías y solo desfilan por ellas procesiones de angustia e incertidumbre, los templos muchos de ellos cerraron sus pesados pórticos de madera y en otras hay aforos limitados donde la paz ya no se da con un beso en la mejilla sino con una reverencia oriental a dos metros de distancia. Las imágenes están guardadas añorando que se abran las puertas de la esperanza para salir de nuevo y hacer estaciones en cada esquina y el eco de los cantos gregorianos que rebotaban en la reverberación de los templos, ahora sonarán desde la virtualidad, sin el acogedor calor de los aplausos.

Sin embargo, tenemos la fortuna de estar con vida y en casa para hacer un alto en el camino, enaltecer el espíritu con la presencia celestial de aquella fuerza divina que nos mueve y nos alimenta el alma porque, por más que queramos desconocer la realidad de nuestro origen, lo espiritual siempre superará la fachada de lo material y será más fuerte que todo aquello que creemos inmortal y se esfuma más pronto de lo esperado.

Que cada quien viva la Semana Santa como crea que es lo mejor para hallar en su vida esa paz, a veces refundida en los tormentosos pensamientos escondidos como fantasmas en la noche, y en el acosador insomnio que muchas veces no deja conciliar el sueño.

Feliz Semana de reflexión y reconciliación con el espíritu.