Trabajo Honesto y Dignidad – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Al avance del tiempo nadie lo detiene, los días de marzo se fueron cayendo del calendario, como las hojas secas de los árboles con el paso de la brisa al final del otoño. Desde hacía una semana, los vientos de Lengupá habían empezado a soplar con fuerza y por el horizonte de Soracá, se veían las nubes saturadas de lluvia, anunciando la proximidad del invierno.

Esa tarde, Marcelino regresaba a la casa después de un día de arduo trabajo en la parcela, los días soleados de comienzo de año ya terminaban y le apremiaba el alistamiento de los terrenos para la siembra. Cuando llegó a la cima de la colina, desde donde divisaba su casa, se detuvo a descansar, sentado en el pasto, bajo la sombra del cedro cebollo que había sembrado su abuelo, siempre le había gustado disfrutar el atardecer visto desde ese lugar, las labores del día se habían quedado atrás, lo mismo que el agite y los afanes, entonces a su espíritu lo invadió la serenidad del deber cumplido, sintió la paz y el sosiego del agua del río cuando detenía su carrera para descansar en los meandros de la llanura.

Desde su observatorio en lo alto de la colina, vio las volutas de humo que salían de la chimenea en el techo de su casa y pensó en la prometedora mesa servida que lo esperaba. En ese momento, en su espíritu humilde de hombre dignificado por el amor al trabajo, germinó el agradecimiento al Creador y en sus labios resecos por el sol, el viento y el polvo de la parcela, floreció una oración, por el día que se despedía, por el hermoso atardecer, la caricia de la brisa, el amor de su familia y el canto de las mirlas, entonces sus pensamientos fueron interrumpidos por el estridente sonido del altavoz de un vehículo que asomó intempestivamente en una curva de la carretera, pidiendo votos para el político de turno.

Marcelino sintió como si le hubiera caído una enorme piedra al pozo del río en la llanura, habían roto la paz de la naturaleza para inundarla de mentiras, la historia se repetía y las promesas seguían en la siembra de ilusiones que nunca se cumplían. Los pescadores de votos habían perdido la vergüenza en alguna curva del camino, ya ni sentían el paso de la brisa, mucho menos se ponían colorados cuando decían mentiras, la cárcel tampoco los asustaba, porque entre todos, la habían convertido en un club de amigos.

Desde su atalaya, Marcelino vio pasar el carro de la propaganda por frente a su casa, sin detenerse, los candidatos ya sabían que en su casa nunca serían bien recibidos, razón por la cual pasaban como fantasma en huida, por eso los perros se  pararon a aullar  en la portada de la finca, como si hubieran visto la muerte cerca o el paso de malos espíritus, mientras que Lorenza la lora, volaba al cogollo de un sauce y gritaba con todas sus fuerzas, ¡peligro, peligro, campaña política a la vista!, así, hasta que el carro se perdió en la distancia y volvió la calma.

A esa hora el sol de los venados acariciaba los cerros, y Marcelino inició el descenso de la colina, al día siguiente tenía que madrugar a arar el campo para la siembra y pensó, que en ese carro viajaba la ingratitud y la soberbia, con la que los políticos se llenan de sí mismos por su ambición de poder, pero realmente viven más vacíos que teatro en pandemia, todos en elecciones son humildes y sencillos amigos, después, se convierten en ilustres desconocidos.

Él se sintió el hombre más feliz cuando los perros salieron a su encuentro, con sus usuales muestras de afecto, entre batidas de cola y gruñidos amistosos, su corazón se inundó de ternura viendo a sus dos pequeñas hijas, corriendo por el camino a darle una amorosa bienvenida, pensó que esos eran los premios intangibles que la vida le brindaba, al trabajo honrado del sacrificado productor rural.

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