Después de un año de dolor, no cambiamos, empeoramos…

En Duitama, de un momento a otro la naturaleza nos encerró, al comienzo se dijo que sólo era un simulacro para el día que nos tocara encerrarnos en serio, pero el ensayo se volvió permanente, condenándonos a vivir en medio de cuatro paredes, en un mundo plano, viendo el exterior por el computador, el televisor, la tableta, el celular, o por una pequeña ventana que nos permitía ver la ventana al otro lado de la calle. Sí, el mundo se volvió plano.

Alfredo Dehaquiz. Foto: archivo Boyacá Siete Días.

*Por Alfredo Dehaquiz Mejía,
Periodista de Duitama.

Como en la época de las cavernas abandonábamos la cueva sólo para cazar, bueno para comprar, lo del sustento de unos pocos días, no sin antes ver para todos lados tratando de ubicar ese monstruo de mil cabezas, que se mueve sigiloso, sin ruidos, inodoro, incoloro; salíamos y salimos con temor, la naturaleza nos tiene amenazados.

Durante un año, como al comienzo de la humanidad, nos resguardamos en nuestras cuevas y luchamos por nuestra supervivencia. Por vivir, muchos nietos se distanciaron de sus abuelos y los hijos de sus padres. A este cuadro desalentador se sumó la crisis económica de muchas familias, de pequeños, medianos y grandes comerciantes, las necesidades agobiaron y siguen agobiando múltiples hogares.

Pasada la cuarentena la presión ejercida por la comunidad sobre las autoridades propició la apertura gradual del aparato productivo y entonces empezamos a ver, lo que creímos que no pasaría, la irresponsabilidad de esa misma comunidad violando las recomendaciones de las autoridades de salud pública.

Nos cuesta acatar las recomendaciones que nos exigen el cambio de comportamientos individuales y colectivos, con los cuales se busca desacelerar la velocidad de contagio dando posibilidad al personal médico de atender las emergencias producidas por quienes son víctimas de este virus mortal.

De los afanes económicos pasamos rápidamente a las tribulaciones que llegaron de la mano de los fallecimientos de amigos, parientes, conocidos o simplemente estremeciéndonos con cada noticia trágica. Muy pronto nos dimos cuenta que la muerte podría tocar a la puerta de cualquiera y en cualquier momento, no obstante, en la calle la indisciplina social crece con el paso de los días.

El fin de año nos enseño en carne propia que el COVID-19 es un virus paseador, recordemos que apareció oficialmente el 31 de diciembre en Wuhan y de allí salió por vía aérea al mundo. A Bogotá el coronavirus llegó por avión el 6 de marzo, su víctima una joven de 19 años procedente de Milán y a Duitama llegó viajando por carretera procedente de Bogotá.

Un año después, la ciudad llora sus muertos, trata de enderezar su economía, eso sí demostrando que lo de Ciudad Cívica es cosa del pasado. Foto: Archivo Particular

Un año después, la ciudad llora sus muertos, trata de enderezar su economía, pero ha quedado demostrado que socialmente se ha retrocedido, que no somos una ciudad cívica, que nos importa un pepino la vida de los demás, que es una ciudad en la que la que impera el sálvese quien pueda.

Mientras los propietarios de locales y apartamentos esperan clientes para arrendar sus inmuebles, otros presentan hojas de vida en la búsqueda de un nuevo empleo e inescrupulosos hacen vaca para pagar sobornos a cambio de una noche de rumba, me quedo con la imagen de don Enrique, un anciano que desde hace un poco más de un mes, busca su sustento vendiendo mango biche en el Parque del Carmen, acatando las medidas sanitarias en medio de un invierno que no ha podido ahuyentarle la clientelas.

Durante este año largo dijimos que después de esta pandemia “ninguno de nosotros será igual» creo que es cierto, muchos serán peores.