Agua que no has de beber… – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

La mirada de Sebastián tenía un brillo especial esa noche, como un felino al acecho, dispuesto al salto para atrapar una presa, se reflejaba en la energía desbordante de sus 15 años y en sus movimientos ágiles y seguros, tenía una sonrisa aparentemente tímida, que con facilidad terminaba en una carcajada contagiosa.

Esa noche desde que había entrado a la sala de televisión, sintió la mirada de su abuela, como si quisiera leer sus pensamientos, ella siempre permanecía sentada en su viejo sillón en un rincón del recinto, inesperadamente lo invitó a que se sentara en la alfombra y recostara la cabeza en su regazo, él sabía que esos acercamientos los propiciaba la abuela, para escudriñar sus secretos de adolescente, costumbre que había adquirido desde hacía algún tiempo, mientras tanto ella seguía viendo el noticiero, de pronto,  rompió el silencio para preguntarle por la compañera del colegio que le quitaba el sueño.

Sebastián dejó que su imaginación volara, cuando le relató sin reservas a la abuela, todas las peripecias que debía pasar para lograr el amor de la esquiva Saydi, que sus noches se habían convertido en un vuelo sin alas, pensando en el ayer, hoy y mañana sin lograr conciliar el sueño, alcanzando el mundo donde todo es posible, pero nada se puede, respirando aromas de pétalos suspendidos en el cielo, como si viajara todas las noches en el tiempo sin tiempo, corriendo, paso a paso, pero en el mismo lugar, sentía su alma aterida y saturada de sensaciones y recuerdos, dando vuelta tras vuelta en la cama, en un estado de vigilia, soñando en medio de una llovizna seca del más crudo invierno, donde la voz de Saydi era silencio y era trueno, corriendo desbocado por las exuberantes cañadas y colinas de su cuerpo adolescente, en un galope incontenible de sentimientos convertidos en palabras amorosas, que se negaban a ser cascada porque los temores las retenían, envueltas en las ilusiones nacidas de sus miedos.

La confidente seguía oyéndolo atenta, acariciándole la cabeza en actitud de respeto, nacido de la sabiduría de los años y del profundo amor a su nieto, después de un corto silencio, él continuó narrando sus dolores.

¡Sí abuela! Así me persigue el eco de mis ruegos en mis interminables sueños, mientras en mi corazón y mi conciencia van creciendo los sentimientos, pensando en el aire que ella respira o en el agua que acaricia su cuerpo, así voy entregándole al viento las caricias febriles nacidas en un nido hecho con el velo sutil de mis suspiros, los que se van y nunca vuelven, perdidos en las profundidades de un torbellino de pasiones, que hacen las noches eternas, es como tenerla y no tenerla, igual al agua del río que se escapa por entre mis dedos, o el aire que respiro y luego se diluye en la esencia revuelta de mis pensamientos.

Así, noche tras noche, mi vida se va disolviendo, por cada poro de la piel urgido de su aroma. Estoy hastiado de sus miradas y sus roces, cansado de esperar el mañana con la promesa que nunca llega, perdido en una oscuridad interminable y tormentosa, esperando que algún día amanezca. En ese instante, Sebastián detuvo sus espontáneas confidencias y la abuela carraspeó, como queriendo aclarar la voz para dejar aflorar sus consejos.

¡Hijo! En el amor nunca digas nunca, porque la constancia en el amor es igual a la fragilidad de la gota de agua, que horada la dureza del granito, piensa que no está derrotado quien pelea,  acuérdate de tu abuelo Benjamín que decía, “la constancia abre puertas”, además, ten en cuenta, que por largo que sea el invierno siempre llegará la primavera, entonces el color y la luz se desbordarán sin que nada los detenga y recuerda hijo este secreto: las aves volarán el día que rompan sus temores, y un día, de los tormentos florecerán los ansiados amores. Esa noche Sebastián durmió, como no lo había hecho en mucho tiempo.

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