Eso de olvidar no es cierto – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Como si hubiera percibido algo misterioso la mula se detuvo, golpeando insistente el suelo con los cascos delanteros, levantó la cabeza moviendo las orejas en distintas direcciones, resopló como un fuelle olfateando el aire, se veía nerviosa, como queriendo advertirme de algo inesperado, el camino se hacía más amplio, disminuyendo la pendiente cuando desembocamos en una planada, la espesa vegetación desapareció y a los lados del camino se empezaron a ver extensos pastizales.

A esa hora de la tarde el sol se tornaba más fresco y proyectaba a lo largo del camino nuestra sombra, el nerviosismo de la mula se hizo más evidente, cuando vimos el arco de una portada que en su parte superior señalaba, “Cementerio”, las puertas de hierro estaban tiradas entre la hierba, y yo, desde mi cabalgadura alcancé a ver unas cruces que emergían de la maleza. Contrario al nerviosismo del animal, sentí alegría porque esto indicaba la cercanía al caserío, abandonado por sus habitantes desde mediados del siglo veinte, después del bombardeo del ejército.

Las primeras viviendas, o lo que quedo de ellas, fueron apareciendo en las orillas, como si de curiosas hubieran emergido de la maleza, se veían bañadas por la luz amarillenta-rojiza del atardecer, porque el día ya empezaba a caer en brazos de la noche, las viejas paredes y puertas mostraban las huellas de las explosiones, ellas, testarudas seguían ahí, de pie, negándose a dejar de sostener los entarimados del techo, cubierto parcialmente solo por algunas tejas metálicas, que se sacudían al paso de la brisa, produciendo sonidos lúgubres como lamentos, o quizás,  saludando a los espíritus de la noche.

Las corrientes de aire nos fueron empujando por el callejón de las ruinas , precedido por hojas sueltas que jugaban con la brisa en una danza fantasmal, hasta que desembocamos en un terreno abierto que debió ser la plaza principal del caserío,  en uno de los costados se alcanzaba a observar la fachada  de una iglesia, su torre triangular sobresalía y de ella colgaba una campana que lanzaba sonidos agónicos, a los costados, dos ventanas recortadas en el cielo, parecidas a las cuencas vacías de una calavera, en seguida, desde el atrio corrió ladrando un perro negro, venía dando saltos hacia nosotros, parecía querer dar la bienvenida a los solitarios visitantes, al lado de la fachada de la iglesia habían crecido una docena de cipreses cuyas copas no tenían forma, semejando fantasmas queriendo emprender el vuelo impulsados por el viento.

El alboroto y cabriolas del perro, atrajeron a un hombre, que recortó su silueta en el marco de la puerta de la única casa del caserío, de la que brotaba una luz mortecina y titilante producida por alguna lámpara de petróleo, el hombre enfocó hacia nosotros el cono de luz de una linterna, invitándonos a acercarnos, con unas señales propias del código Morse, cuando estuve cerca, reconocí a Desiderio mi anfitrión, él tomó la brida de la mula, invitándome  a seguir al interior de la casa, y luego llamando a un nieto, le pidió quitarle los aperos al animal  y llevarlo al potrero.

A continuación, entramos en un amplio galpón que hacía de sala, comedor, cocina y dormitorio, el piso en tabla burda se elevaba medio metro  del suelo, para protegerse de las inundaciones y las culebras, la mesa del comedor y las bancas estaban hechas de madera rolliza de cedro, en las vigas del techo colgaban tres  hamacas, y en un rincón, habían construido un rústico fogón, en el que el fuego alimentado con leña seca, envolvía con sus llamas las ollas de las que emanaban aromas provocativos, en ese momento el nieto entró por la puerta de atrás, y sin mediar palabra, sus miradas dialogaron en silencio, todo estaba en orden, luego el joven se dedicó a atizar el fuego, mientras compartíamos una amena conversación con el viejo colono, que desde hacía un tiempo me había invitado a visitarlo  en su pueblo fantasma.

Desiderio se quitó el viejo sombrero y lo dejó colgado descansando en una horqueta que pendía del techo, dejando al descubierto la blanca cabellera y su abundante barba, que ya debía tener varios meses, tenía la frente surcada por las huellas de la edad, debajo de las abundantes cejas,  brillaban los ojos de un viejo lobo, en los que se reflejaban los destellos de las llamas, tenía la mirada tranquila y observadora de los que ya conocen todo, capaz de leer hasta las conciencias, rodeado de un hálito de misterio.

Él había nacido a finales de la década de 1930, y hoy a su avanzada edad, desbordaba vitalidad en sus movimientos, en la fuerza de la voz y admirable lucidez de pensamiento, las llamas proyectaban las sombras infundiéndoles movimiento, lo que hacía mágica la velada de los tres hombres solitarios, en medio de un pueblo fantasma devorado por la violencia y la selva.

Después de disfrutar la comida, Desiderio fue desgranando de su memoria relato tras relato y anécdota tras anécdota, mientras que apurábamos entre risas y experiencias, un licor destilado artesanalmente por ellos, le habían agregado algunas hierbas del monte, excelentes para el reumatismo y el mal de ojo, era un anisado dulzón que hacía hormiguear la piel, subiendo un alegre calorcito por las venas hasta el cerebro.

El hombre había llegado a la región en 1949 y fue el único sobreviviente en medio de tanta guerra, los bandoleros, los pájaros, las luchas partidistas, los bombardeos del gobierno, los ataques de la guerrilla, las masacres de los paramilitares, las luchas religiosas y hasta la amenaza de las fieras.

De todos los que fundaron el pueblo solo quedo él, todos se fueron, los que no, se quedaron en el cementerio y hoy no están, porque con el tiempo sus herederos regresaron, sacaron los ataúdes de las fosas y se llevaron los huesos de sus parientes. Las horas fueron pasando sin darnos cuenta, hasta que la voz de las lechuzas y los búhos, nos avisaron que ya había pasado la media noche, entonces cada uno se acomodó en una hamaca y en poco tiempo Desiderio lanzaba ronquidos que hacían temblar el techo.

Me había invitado por dos días y ya llevaba en el lugar dos semanas, sin que al hombre se le agotarán las historias de un pueblo donde se cebó la violencia y los vivos regresaron por sus muertos, entonces acordamos otra visita para más adelante.

Antes de partir, el viejo me invitó a las ruinas de la iglesia, donde tenía lista su tumba, debajo del altar mayor, la tarea de enterrarlo, ya la tenía asignada su nieto, luego se subió al púlpito, se quedó mirándonos a mí y al nieto, que permanecía parado en la entrada de la iglesia con el perro negro,  y como cura de pueblo exclamó a voz en cuello: “queridos feligreses, una cosa es contar lo sucedido, y otra muy diferente, es haberlo vivido, el dolor que deja la tragedia es una huella para toda la vida, es un vacío que se llena con la angustia y la amargura del mal recibido, son experiencias que no se quieren repetir, por eso, el perdón es la forma más acertada para aliviar el espíritu, eso de olvidar no es cierto, porque la memoria no se borra, para que la historia sea amnésica.

Luego descendió como un gato y me acompaño hasta donde estaba la mula aperada y lista para mi regreso.