Caperolucita y el buen lobo – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Esa tarde, como todos los días al final del otoño, salió Caperolucita a disfrutar el acostumbrado paseo en bicicleta por el camino que se perdía zigzagueando por la orilla del río, hasta confundirse con el horizonte del nunca jamás, el viento jugaba entretenido con las trenzas doradas de la espigada mujer, mientras pedaleaba con la fuerza de los imposibles nacida de su corazón. Normalmente, cuando ella se proponía algo no desistía hasta alcanzarlo.

Desde hacía algunos días la obsesionaba la idea, de convertir las áreas verdes que rodeaban su casa en un enorme bosque y mientras avanzaba pedaleando por el sendero, vio de reojo que desde los matorrales era seguida y observada por los ojos oblicuos y atentos de un lobo, extrañamente, no sintió miedo por lo que se desentendió de su inesperado acompañante.

Ese día, a medida que ella descargaba en cada pedalazo, los denodados esfuerzos de sus músculos, se le ocurrió la genial idea de detenerse en cada curva del camino y acercarse a la orilla del río, para recoger semillas de las plantas que más le llamarán la atención, con el propósito de sembrarlas en los alrededores de su cabaña.

En la primera incursión a la rivera del rio, se encontró de frente con su extraño acompañante, un hermoso lobo blanco, su pelaje resplandecía como la más pura de las nieves, la miraba de frente sin pestañear y sus fauces abiertas parecían sonreír con un gesto amable, de pronto estiró su pata derecha delantera, como si le brindará su saludo, Caperolucita le estrechó la garra sin ningún temor, estableciéndose desde ese momento un pacto silencioso, en el que se leía “amigos hasta la muerte”.

Fueron tantas y tantas las semillas que recolectó en la ronda del río, que llenó hasta el tope la canastilla de su bicicleta, siendo necesario hacer una selección, para que su bosque fuera el más frondoso y diverso de la comarca, el de mejores aromas, con flores de vivos y variados colores, para que allí naciera el arco iris después de la lluvia.

Ella soñaba que entre el follaje de los árboles anidarán loros, guacamayas, turpiales, mirlas, el preciado colibrí “Príncipe de Arcabuco” y que las abejas colgarán sus panales en las copas de los robles y maples para endulzar el café mañanero con miel de sus colmenas y la sabia del dulce árbol.

Con el paso de los años, se cumplió el sueño de la recolectora de semillas y éstas germinaron convirtiéndose en enormes árboles, abrazados por el paso de los días en un solo tiempo, allí también brotaron el oloroso poleo y el orégano, cubriendo el suelo de un hermoso y mullido musgo que le servía al amigo lobo para conciliar sus efímeras siestas, porque se había convertido en un celoso guardián, defendiendo el bosque del malvado leñador que despiadado talaba los árboles, sin nunca sembrar tan siquiera uno, dejando áridos desiertos por donde quiera que pasaba su huella, con su cómplice la malvada guadaña, que mañosamente alegre, entonaba canciones de muerte, cuentan los loros y las guacamayas, que más de una vez los vieron huir despavoridos perseguidos por el buen lobo blanco.

En el hermoso bosque de Caperolucita habían florecido anturios rojos y blancos, las buganvilias se enredaban en los árboles floreciendo en sus copas más altas, como queriendo rendir un homenaje al cielo. El ají chivato se agarró de los troncos y vivió desde entonces en simbiosis eterna con los robles verde aceituna, mientras en las altas horquetas florecieron bromelias y en los troncos secos nacieron lechugas y coliflores que servían de alimento a las hormigas.

Los pimentones rojos y amarillos, dieron frutos entre las ramas de los árboles, mientras Caperolucita saltaba y bailaba con el lobo alrededor de los enormes troncos, pues ese año no tenía que comprar árbol de Navidad, ni adornos artificiales, ni luces intermitentes, porque las luciérnagas iluminaban el bosque por todos los rincones, mientras su amigo atento vigilaba.

Esa Navidad, ella se durmió después de rezar la novena con el lobo de almohada y soñando con el poeta Lord Byron cuando sentenciaba muy acertadamente, “cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro”.