La ventana del mundo – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Las iguanas adormecidas por el bochorno de la tarde, se mimetizaban cuan largas eran sobre las altas ramas de las ceibas y los trupillos, con su visión fascinante se mantenían vigilantes, siguiendo el paso lento de Olegario caminando por la orilla de la playa, él parecía perdido en sus pensamientos, mientras avanzaba  marcando sus huellas en la arena húmeda, con la suavidad de la brisa, como si no quisiera importunar a los fantasmas escondidos en  los recuerdos de su vida, además, no quería espantar a los cangrejos que a esa hora asomaban  sus ojos en la boca de sus pequeñas cuevas, haciendo que él se sintiera vigilado por los ojos misteriosos del paisaje.

El hombre seguía caminando por la playa disfrutando el viento fresco que bajaba de las montañas, mitigando el calor acumulado durante el día, de vez en cuando levantaba la mirada para observar el oleaje marino, que en la distancia parecía dar gigantescos saltos, en su afán por venir a rendirse extenuado en la playa, en un ritual sin fin donde las olas morían y nacían una tras otra, acompañadas por un susurro que tranquilizaba los espíritus o los aterraba cuando sus aguas se enfurecían.

En ese momento pensó, que el mar y la playa eran amantes de todos los tiempos, mientras disfrutaba la dulce caricia de las olas en la piel cansada de sus pies, en el mínimo instante en que la ola llegaba a poseer la playa, perdiéndose en las profundidades de sus poros arenosos, emitiendo suaves gemidos como de dos seres satisfechos, cubiertos por una manta fantasmal y húmeda que en pocos segundos desaparecía, dejando el espacio para cuando llegara la siguiente ola, en una  ceremonia infinita de los juegos de la naturaleza.

Inesperadamente, Olegario se detuvo y quiso volver a mirar sus huellas, pero vio con extrañeza que estas habían desaparecido, decidió caminar de espaldas para ser testigo del extraño y misterioso suceso, entonces sonrió satisfecho, al comprobar como el mar se iba llevando sobre la cresta de sus olas cada una de sus pisadas  y las imaginó viajando sobre el lomo del oleaje, hasta perderse  y ser devoradas por el infinito horizonte, que a esa hora del ocaso se pintaba con los colores del fuego, mientras tanto el sol iba apagándose lentamente para rendirse  en sueño en los brazos de la noche.

El anciano admiró la belleza del atardecer y quiso traer del cuarto de San Alejo de su memoria, los pasos que le habían dejado malos momentos, para tirarlos en la playa y dejar que las olas los arrastraran, hasta ese mundo de donde nunca se vuelve y lanzó un profundo suspiro sintiendo su alma cansada,  igual que sus pies inseguros al final del camino, se dejó caer sobre la arena seca, donde las olas no alcanzaban a llegar porque ya habían detenido carrera, y abandonó sus pies a la caricia del agua viajera.

Así se perdió en el laberinto de su memoria, abrió la ventana del mundo para disfrutar el atardecer que nunca se había detenido a ver y para heredarle al futuro lo que siempre construyó con palabras y versos, en el cuento de su vida relatado a sus nietos con su voz de poeta, enseñándoles que el pan nuestro es el alimento del alma y del cuerpo, compartido generosamente con los acompañantes del sendero, entonces se perdió en la paz que solo tienen las palabras cuando se callan, quedándose dormido para siempre y con el último destello del sol viajó en brazos del viento eterno.