Extraño acompañante – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Ese atardecer los tibios rayos del sol acariciaban el horizonte, como si en la cresta de las montañas se ciñera una gigantesca corona dorada, a esa hora las bandadas de golondrinas volaban regresando a sus nidos y el día caía extenuado en el ocaso, después de cumplir su ardua tarea bajo el sofocante calor del trópico.

Mientras tanto, Eustaquio seguía avanzando de la mano con la tarde, en el amable camino de la vereda, su pensamiento volaba de idea en idea y de cerro en cerro, sin detener la mirada en algo definido, dejando que su imaginación volara con las alas del viento. Así iba divagando por  el sendero, cuando alcanzó a un hombre que caminaba con el esmero que caminan los viejos, sus pasos se veían seguros, sin la imprudencia impulsiva de los años mozos, luego de mirarse de frente los dos por unos segundos, intercambiaron un corto saludo, limitado a un buenas tardes, en el que Eustaquio sintió la confianza que genera una comunicación espontánea y sincera, no hablaron más y siguieron avanzando hombro a hombro, como si se conocieran de siempre.

Eustaquio quiso romper el silencio y detuvo su intento, cuando percibió algo sagrado flotando entre ellos, como si estuvieran avanzando por la nave central de la iglesia del pueblo, entonces prefirió observarlo con el pensamiento. Tenía la mirada serena y sus ojos brillaban con intensidad, dando la impresión que conocían el universo de los sabios, como si hubieran acumulado la energía de toda una vida y la dosificarán en el avance del tiempo.

Su boca tenía trazos firmes, con una leve sonrisa dispuesta al diálogo, el cansancio del día se reflejaba en su respiración agitada, se veía avanzar disfrutando el paisaje y el aroma de las flores, que la brisa traía a esa hora de la tarde desde los bosques cercanos, su rostro estaba enmarcado por una alba y luenga barba con la que jugaba el viento, rematada por una cabellera que mostraba en su blancura el paso del tiempo, recordando al cerro Ritacuba del nevado del Cocuy recortado en el cielo azul de enero, su calzado polvoriento evidenciaba extenuantes jornadas, lo que hacía pensar que tal vez tenía una vocación de peregrino, su rostro se mostraba reposado, como si nada lo sorprendiera, porque todo lo conocía y de todo estaba de vuelta.

Así transcurría la caminata, con el detallado análisis del extraño personaje, con el que cada vez Eustaquio se identificaba más, posiblemente, él también estaba observándolo y definiéndolo calladamente.

De pronto, Eustaquio fijo su vista en la silueta de una extraña águila, que planeaba en medio del crepúsculo, inesperadamente cerró las alas y su cuerpo se precipitó dando vueltas en barrena, hasta estrellarse con la copa de una enorme ceiba, entonces pensó, que igual al día que estaba muriendo a esa hora, el águila también había cumplido ya su tarea y por eso buscaba la muerte.

En ese momento el caminante salió de su distracción  y extrañado miró a su alrededor, buscando a su acompañante, sin encontrarlo, había desaparecido, pero con extrañeza sintió su presencia con más intensidad y comprendió que en su insistente deseo de seguir aferrado al pasado y a la energía de su lejana juventud, no se había dado cuenta que  su acompañante era él mismo, pero ya iniciando el camino de su vejez y recordó la sabiduría de la abuela Eudocia, cuando asistía a funerales y decía: “gateando o caminado la tumba vas buscando”.

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