Interés cuánto vales – Fabio José Saavedra Corredor – #Columna7días

Gabriela partió el ultimo pedazo de queso, dejándolo caer lentamente dentro de la taza de chocolate hirviendo, mientras oía como se iban desgranando las nubes en inmensos goterones, que se estrellaban contra los vidrios de la marquesina, que cubría el comedor de la casa, entonces recordó a papá Plutarco y vino a su memoria aquel fin de semana cuando lo habían llevado a un hogar geriátrico.

Fue una decisión difícil de tomar, después de largas discusiones, averiguaciones, de evaluar pros y contras y consultar la opinión del afectado, quien abiertamente se manifestó opuesto al proyecto, pero al final, y en beneficio de la armonía familiar, aceptó la decisión de la mayoría.

Entre todos escogieron un lugar regentado por religiosas, con excelentes servicios, sin duda, el lugar más seguro y cómodo para su octogenario progenitor. Gabriela permanecía envuelta en sus pensamientos, viendo elevarse las volutas de vapor que se disolvían en el aire y alegraban su olfato, despacio empezó a tomar la bebida de los dioses, sorbo tras sorbo, pensó en su padre y esbozó una enigmática sonrisa por lo que había sucedido tiempo atrás.

Los primeros días Don Plutarco se dedicó a disfrutar el novedoso lugar, sus espaciosos jardines, en un clima medio, amabilidad y sonrisas por parte de las monjas y enfermeras, variadas áreas deportivas y un cuarto confortable que le ofrecía todas las comodidades básicas, sin embrago, la abeja de la inconformidad empezó a rondarle su cabeza. Veía perdidas su independencia y la autonomía de las que se había ufanado toda la vida, viéndolas cada vez más lejanas, prácticamente sus actividades dependían del horario establecido por las monjas, al punto que, ya había adelantado conversaciones con la dirección del lugar, buscando un trato más flexible con sus actividades y tiempo.

El primer fin de semana, recibió la visita de sus trece hijos, sus parejas y nietos, el espacio del cuarto fue insuficiente, y debieron reunirse en el salón de la piscina. A partir de entonces, acordaron un orden semanal de visitas. Con el paso de los días extrañaba con más fuerza el contacto con sus rutinas: sus amigos, el billar, el café del ajedrez y la tarde de tertulia literaria. Todo se fue sumando y don Plutarco pensó que había tomado una decisión equivocada.

Después de varias solicitudes infructuosas a sus hijos, para que lo sacarán de ese lugar, que se estaba convirtiendo en una prisión, y lo regresarán a su propia casa. A medida que avanzaba el tiempo, él sentía su conciencia cada vez más oprimida, llegando incluso a sentirse depresivo, entonces pensó en idear una estrategia para revertir lo acordado.

Para ello le pidió a un viejo amigo diseñador gráfico, que le caligrafiará en un antiguo pergamino, un supuesto plano de un tesoro enterrado. Cuando lo recibió, le recortó el rótulo donde estaban las instrucciones y convenciones, y luego refundió el supuesto plano entre los múltiples recuerdos de los reconocimientos recibidos toda su vida. El abuelo sabía que, “la curiosidad mata al gato” y que la monja encargada de arreglar su cuarto, a espaldas suyas, había aceptado ser espía de su familia, además, era mujer antes que religiosa. El abuelo, como quien no quiere la cosa, dejó la maleta sin candado y la novata investigadora mordió todo el anzuelo, encontrando el viejo pergamino, hallazgo que fue comunicado diligentemente a su familia.

Incumpliendo lo acordado, a la próxima visita llegó toda la tribu, bombardeándolo con preguntas, hasta que el abuelo, no tuvo otra alternativa que entregarles la llave de la vieja maleta, de donde sacaron el añoso pergamino, y como trofeo de guerra, todos querían tenerlo en sus manos, para confirmar con sus propios ojos la certeza y proximidad de la fortuna, hasta que surgió la pregunta:
¿Abuelo dónde está el rótulo de las instrucciones?

Él les explicó que estaba bajo custodia en la Notaría y que, si querían tener la pieza del rompecabezas, debían regresarlo a su casa ese mismo día. Además, el Notario tenía la orden de no abrir el sobre hasta que él no falleciera.

En el cuarto cayó un silencio profundo, trece pares de ojos permanecían fijos en el anciano impasible y sucedió lo que tenía que suceder, el anciano regresó a su antigua casa, donde todos estuvieron pendientes del más mínimo de sus deseos durante muchos años.

Al día siguiente de su partida al cielo, toda la tribu se encontró en la Notaría y después de los procedimientos de rigor, el Notario abrió ceremoniosamente el sobre, haciendo entrega de su contenido, el que revelaría el camino al tesoro enterrado a una orilla de la desembocadura del río Mendihuaca.

El hijo que recibió la última pieza del rompecabezas del tesoro, leyó con detenimiento y fue perdiendo la fuerza de su voz y la de sus piernas, hasta que quedo sentado en un cómodo sillón del despacho notarial, su rostro se cubrió de un sudor frío y sus ojos incrédulos querían salírsele de las orbitas, entonces, el notario tomo el pedazo de pergamino y leyó con voz fuerte y clara: —Hijos: amen a Dios, a su prójimo y a sus padres, y su tesoro lo encontrarán en el cielo en la otra vida—.