Noche de brujas – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

El silencio lo sentía cada vez más agobiante, igual al remordimiento de conciencia que lo afligía cuando en Semana Santa se arrodillaba frente al confesionario en la iglesia de Las Nieves.

La noche misteriosa se cubrió con el manto impenetrable de la oscuridad, mientras los músculos y nervios del pequeño Joselín se tensaban como la cuerda de una ballesta, los poros se le habían convertido de pronto en un manantial de sudor frío, como briznas de hielo y su respiración agitada empezó a alterarle  el ritmo del corazón, que galopaba con un sonido como de caballos salvajes desbocados y llegaba a sus tímpanos en alocada carrera, a través de sus venas, desde la profundidad de su pecho, parecido al redoble de tambores caníbales, bailando una danza macabra alrededor de una hoguera en la intrincada  selva.

Joselín permanecía con las piernas encogidas y abrazado a ellas, en posición fetal, como si quisiera regresar al vientre materno para protegerse, y pensando, con sus cortos siete años, que ese era el único lugar seguro en la noche que las brujas y los fantasmas andan sueltos. Él había acomodado las cobijas de tal forma, que le cubrían toda la cabeza, dejando un pequeño resquicio, por el que podía ver si alguien abría la puerta de la habitación. La oscuridad era tan intensa, que no sabía si tenía los ojos cerrados o abiertos, llegó  a pensar que envidiaba el mundo de los invidentes, de pronto, un relámpago rompió las tinieblas,  entrando por la ventana e iluminó por un instante la noche.

El miedo seguía apoderándose de Joselín, sentía la cobija húmeda pegándose a su piel, como si otra piel quisiera aprisionarlo, en pocos instantes se repitió el relámpago, seguido de la atronadora voz del trueno, entonces el fugaz destello le permitió ver la silueta de un gigantesco fantasma, queriendo entrarse por la ventana, mientras el trueno huía en la distancia, después de tensar aún más sus nervios y obligándolo a recogerse más sobre su cuerpo, de pronto sintió la necesidad imperiosa de orinar y el sudor aumentó su intensidad, al punto que no sabía qué estaba sucediendo.

En el techo empezaron a golpear las gotas de una lluvia cercana, pero él las confundió en medio de su pánico, con picotazos de enormes pájaros negros que querían invadir el cuarto, para llevárselo en las garras por los aires, a sacrificarlo en el aquelarre que las brujas de la región celebraban el último día de octubre todo los años,  en medio de las tumbas en el cementerio, llevando a  Joselín a pensar que la noche era eterna, pero de repente recordó que su abuela decía: “toda noche tiene su amanecer”, quiso  gritar pero un nudo atenazaba su garganta y en medio del terror aferró sus esperanzas a la anhelada luz del nuevo día.

Viajando en sus disparatadas cavilaciones, decidió que, pasara lo que pasara, no se movería de la cama, cuando notó que esta estaba mojada y que la urgencia había desaparecido en medio del miedo y se prometió, que jamás volvería a escuchar las historias de fantasmas y espantos, que el abuelo Evaristo relataba alrededor de la fogata todos los sábados por la noche.

La lluvia empezó a amainar y los relámpagos se perdieron por la cordillera, cuando Joselín escuchó el canto del gallo colorado, anunciando la cercanía de la alborada, y feliz sintió que la vida regresaba a su ser infantil, cayendo en brazos de un profundo y reparador sueño, después de esa noche eterna de brujas, alimentada por la imaginación de su abuelo.

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