Las horas se fueron sumando a las horas sin que Prudencio sintiera el paso de los días. El calendario se había quedado tirado en el patio, debajo del árbol de mango, el viento perdió la cuenta de las fechas de tanto adelantar y devolver hojas.
El viejo reloj se cansó de anunciar el paso de los segundos, suspendido en la pared del comedor, había silenciado su voz y el tic-tac se oía en las noches como un fantasma del corazón del difunto relojero.
Fue el tiempo en que el tiempo se diluyó en el tiempo, nadie sabía nada del pasado o el presente y el futuro se transformó en un desconocido, porque todas las pitonisas estaban muertas. En esta época ya habían transcurrido siete cuarentenas y Prudencio avanzaba cumpliendo las agobiantes rutinas de la octava, según las anotaciones de la abuela en su vieja libreta, en la que asentaba sus recuerdos, porque un día cualquiera había empezado a refundírsele la memoria.
En ese atardecer Prudencio seguía caminando en la terraza hundido en sus pensamientos, con las manos entrelazadas en la espalda y la mirada perdida en un horizonte inexistente.
En las últimas semanas se le veía divagar entre la melancolía de sus recuerdos y la indiferencia por los acontecimientos, hasta que se le confundió el día con la noche, en esa madrugada cuando detuvo sus pasos, elevó los ojos al cielo observando a través de la marquesina el firmamento, iluminado por una enorme luna llena arropada con un manto de estrellas, él se sintió infinitamente pequeño, pero, de inmediato se alegró por ser parte de la grandeza del universo, y recordó la asfixiante timidez que cargaba desde su infancia, avivada por sus maestros, tantas veces, cuando quiso hablar y le impusieron silencio, siempre en la silla del niño juicioso, en obligado silencio, rumiando sus fantasías y pensamientos.
Allí le gustaba disfrutar el balanceo de sus pies porque no alcanzaban a tocar el suelo y se sentía caminando por el aire, dando rienda suelta a su imaginación. Acompañado por estos recuerdos, sonrió enigmático porque habían logrado obligar a su pequeño ser a permanecer quieto y silente, pero nunca fueron capaces de confinar sus pensamientos.
Así lo sorprendió la cercanía del nuevo día, paso a paso en la terraza, entonces percibió la dulzura del silencio emitido por el ambiente del aislamiento y lo saboreó en la paz de su conciencia, las calles se veían desoladas, iluminadas por la luz incipiente de las farolas y escuchó aullar en la distancia a un perro reclamando alimento a su dueño.
A esa hora, la humanidad confundida por el miedo seguía durmiendo, pero la vida continuaba en el canto de las aves y el vuelo de las mariposas, disfrutando el sol que acaricia y alimenta. Prudencio sintió que durante la eterna cuarentena, no solo había aprendido a disfrutar el silencio, sino que también había hecho buena amistad con la soledad, ella siempre lo había acompañado en su timidez.
En ese instante comprendió que toda la vida estuvo prisionero de sí mismo, entre barrotes de culpas, resentimientos y odios, cargando pesos ajenos, que lo agobiaban en luchas internas e inútiles, y vio la luz al final del túnel, cuando comprendió que él tenía en sus mano la medicina para curar sus dolores y deshacerse de tantos lastres recogidos y acumulados en el camino, entonces decidió concebir la vacuna múltiple del perdón, agradecimiento y servicio, para inmunizarse del rencor, la culpa y la timidez.
A partir de ese día Prudencio se sintió un hombre nuevo, caminó erguido, la mirada tranquila y sincera, dibujando en su rostro la sonrisa de los hombres libres que no cargan culpas ajenas.