El cielo vestido de nubes negras oscurecía el ambiente a pesar del día joven. La mañana amenazaba lluvia y los pocos transeúntes caminaban presurosos y encogidos, como queriendo protegerse dentro de los pesados sacos de lana nobsana.
El viento frío se filtraba por cualquier orificio, buscando con saña el calor de los cuerpos. Desde la ventana de su apartamento, Evaristo observaba el paisaje y disfrutaba de la confortable temperatura en su vivienda, el viento había traído una incipiente llovizna y las diminutas gotas empezaban a destruirse estrellándose contra los vidrios, produciendo un sonido similar al picoteo de miles de aves, queriendo escapar de la inclemencia del clima.
La intensidad de la lluvia variaba a cada momento, regalándole una sensación musical al oído melómano de nuestro personaje, quien intentaba ordenar las ideas en los anaqueles de su mente, de la misma manera como su abuelo Benedicto, organizaba los libros en la vieja biblioteca, la que le había legado, según había leído el notario la tarde anterior en su oficina:
— Y a mi nieto Evaristo, el “comelibros”, le dejo mi biblioteca, sé que queda en las buenas manos de mi nieto preferido.
En ese momento, pensó en rechazar el tesoro, pero el notario acto seguido continuó la lectura,
— Para no envainarlo con los cinco mil volúmenes, le lego también la casa del parque Santander, para que se organice con su familia. Eso cambió todo para beneficio de los proyectos de Evaristo. El ambiente del apartamento se empezó a inundar con el aroma a chocolate recién hervido, proveniente de la cocina, sustrayéndolo de sus pensamientos y alegrando su estómago vacío, mientras, María Isabel, su esposa, depositaba los pocillos humeantes en la mesa y le reclamaba con su dulzura acostumbrada a la vida:
¡Ciento veinte días llevamos en este encierro,
eso ya nos marca
con la dureza del hierro!
Y él, entre sorbo y sorbo, acompañándolos de bocados de queso y mogolla, respondía para aliviar la queja:
Todo marcha bien con buen genio
¡ya vendrán tiempos mejores
y los hierros se volverán flores!
Así, todo los días, entre reclamos y risas, Evaristo el periodista, se dedicaba a perseguir la noticia, contribuyendo con su trabajo a construir la memoria de la historia, antes de salir a la calle se envolvió en su abrigo, con un beso se despidió de su esposa, ellos sabían que en ese trabajo se sabía a qué hora salía, pero nunca la hora de regreso.
Ya en la calle, se acomodó el tapabocas, ajustó su sombrero, subió las solapas del cuello del abrigo hasta cubrir las orejas y avanzó resuelto protegido de la lluvia con su enorme paraguas, siempre con todos los sentidos alerta, la noticia podía aparecer en cualquier esquina y las primicias eran sus preferidas.
Sintió que su profesión se parecía a la del pescador y el cazador, que partían a su faena y nunca sabían dónde picaba el pez o donde saltaba la liebre, por eso, nunca bajaba la guardia, además, el confinamiento no confinaba la historia, y para registrarla, siempre estarían ellos, los periodistas, los cazadores de noticias las 24 horas, para alimentar a la sociedad con la realidad objetiva y su visión humanista.