Dependencias y violencia de género – Catalina Pulgarín – #Columnista7días

A medida que va pasando el tiempo y gracias a las experiencias de la vida algunas mujeres podemos decir con gran orgullo que no dependemos de tener un hombre al lado para ser felices o para sentirnos plenas. Sin que ello signifique que la presencia masculina no sea importante, la plenitud que nos enaltece radica en que esa presencia no es indispensable.

Sin embargo, y lastimosamente, no todas las mujeres pueden sentirse de la misma manera, dadas las diferentes circunstancias económicas, sociales, culturales y religiosas que han determinado la forma de vivir sus vidas. Tampoco se trata de que solamente las mujeres que no viven en pareja son independientes, claro que no.

Hay mujeres solas que tienen dependencias afectivas y por esta y otras posibles diferentes razones “necesitan” estar con un hombre a su lado. También hay mujeres que viviendo en pareja son autónomas y hacen respetar sus espacios.

El tema gira en torno al amor propio que determina los límites en las interacciones de pareja.

La violencia basada en género, tanto la física como la sexual, psicológica y económica se posibilitan por las diferentes clases de dependencias que se generan en una mujer respecto del hombre. Las relaciones de poder al interior de la relación de pareja, facultan o restringen estas posibilidades.

La violencia contra las mujeres se expresa en diversas formas y espacios de convivencia. Si bien se trata de un problema que afecta de manera individual a quienes la padecen, debe entenderse como un fenómeno estructural con múltiples repercusiones sociales. Por ello la violencia de género presenta características particulares dependiendo del entorno social en que se manifieste.

Es cierto que cada día cobra mayor relevancia en la agenda pública la grave problemática, además pandémica, de la violencia de género (según datos de la CEPAL en 2018 al menos 3.529 mujeres fueron asesinadas en América Latina por razón de su género); pero mientras no se tomen medidas encaminadas a replantear los patrones culturales, patriarcales y machistas que generan y perpetúan la subordinación femenina, tanto en el ámbito doméstico como en el social, seguiremos contando por millares las mujeres víctimas de violencia de género.

Por supuesto que no puede desconocerse que también hay una violencia que se produce sobre los hombres; pero dentro del fenómeno de la violencia de género prevalece el ejercicio del poder del hombre sobre la mujer por medio de agresiones psicológicas, económicas, físicas o sexuales por el sólo hecho de ser mujer.

No obstante la violencia que se infringe en contra del hombre no es menos impactante, sobre todo teniendo en cuenta que justamente también en razón de esta sociedad machista, las víctimas masculinas no denuncian y padecen en silencio el maltrato, lo que dificulta activar rutas de atención y protección para ellos.

Pese a lo anterior, la violencia contra la mujer representa una de las formas más extremas de desigualdad de género y una de las principales barreras para su empoderamiento, para hacer valer sus capacidades y para el ejercicio de sus derechos.

Según informes de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en América Latina y el Caribe una de cada tres mujeres, en algún momento de su vida, ha sido víctima de violencia sexual, física o psicológica, perpetrada por hombres.

Las dependencias afectivas y económicas empoderan al hombre y subordinan a la mujer, quien termina siendo agredida y sometida al antojo del agresor. Pocas podemos decir que somos mujeres autónomas e independientes pero de todas maneras un número mucho menor (y no me cuento entre ellas) podría decir que nunca ha sido objeto de alguna clase de violencia en razón del género.

Social o laboralmente también se padecen maltratos por el hecho de ser mujeres. Y ni se diga de las pretensiones sexuales que exacerban los ánimos del hombre que no logra su cometido y cuyas consecuencias ante la negativa debemos padecer las mujeres.

En los casos de violencia intrafamiliar es recurrente la situación en la cual la víctima es sometida a los peores vejámenes imaginados (y no exagero) pero no se decide a dejar a su agresor por situaciones relacionadas sobre todo con dependencias emocionales y económicas.

Un muy importante paso que hay que empezar a dar en la casa, en los colegios y universidades, es enseñar a nuestras hijas, nietas, sobrinas, estudiantes, que la realización de la vida no es casarse ni “conseguir un buen hombre” para ser feliz. Que la felicidad está en la plenitud de la independencia emocional, afectiva, económica y sexual.

Que todas somos libres de decidir qué hacer con nuestras vidas, nuestros cuerpos, nuestras sexualidades y nuestras maternidades; y que dentro de las cosas que no se tranzan a ningún precio está la Dignidad.

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