Antonio Sanabria, el colonizador de mil colores

Un hombre que se atrevió a semejante desafío fue el recién desaparecido Daniel Antonio Sanabria.

Las obras del arquitecto Antonio Sanabria fueron reconocidas y exaltadas por la ONU, por su aporte a la cultura y el folclor nacional.

Él opinaba que, así como los trajes de las marchantas y el mercado de las plazas y las galerías de los pueblos se asemejan a una inmensa paleta de colores, así mismo se debía reflejar semejante esplendor en las fachadas de los pueblos y los caseríos. La Colonia nos dejó como heredad el blanco de los espesos muros con zócalos discretos en franjas verdes, rojo colonial, o el café oscuro y, por supuesto, la imponencia de sus calles en casitas repetidas extendidas en largos tramos, que dan la apariencia de esos pueblos españoles donde la mirada se pierde en la esquina del recuerdo y la nostalgia parece posarse sobre los sombríos caseríos.

Pero a mediados de los años 90, a un intrépido soñador le dio por pintar el arco iris en puertas, ventanas y lo más osado: en los muros blancuzcos que parecían lienzos inviolables. En una de sus crónicas el diario El Tiempo habló así de este insigne Boyacense, que el pasado martes 30 de abril se marchó dejando sus huellas marcadas en las tapias del tiempo, y en su equipaje llevó las paletas y los pinceles, quizá para dibujar de fantástico arco iris las fachadas del infinito.

El visionario y soñador Antonio Sanabria, con sus investigaciones le dio vida los pueblos boyacenses poniéndoles color a sus fachadas.

“…Daniel Antonio Sanabria, el alma de esa revolución, es un arquitecto tunjano que ha vivido más de 14 años fuera del país, que se ha especializado en bellas artes en universidades europeas, y se ha aferrado cada día más a su cultura boyacense. “Un día descubrió que debajo de tanto barniz lúgubre ordenado por las administraciones liberales y conservadoras, había capas de pintura preparada por los indígenas desde la época de la Colonia. “Eran colores vivos, una gama infinita extraída de los colores primarios (amarillo, azul y rojo), que eran los que manejaban los aborígenes. “Cada vez que se arrimaba a una edificación de esas viejas, raspaba con una moneda, con mucho disimulo, y siempre hallaba sorpresas. “Hace cuatro meses, cuando vino a pasar vacaciones a su tierra, se le ocurrió la idea de pintar todo un pueblo con los colores originales de la Colonia. Y Ráquira era una buena posibilidad. Apenas 152 casas, no parecía un reto tan duro. “Un día se fue para el pueblo y comenzó a contarle su idea a la gente. Pero de entrada parecía no tener mucha suerte. Los habitantes del municipio se resistían. Le tenían pereza al proyecto, o les parecía dispendioso. “Sin embargo, él inició con una casa. Como era época preelectoral, de una vez le salieron enemigos. Muchos dijeron que iba a hacer campaña. Tan pronto estuvo la primera casa lista, le salió otro cliente.

El no cobraba por el trabajo. Pero los enemigos se enfurecieron “Una sola familia, dueña de la única casa que no quiso participar en el proyecto, muy adinerada y con bastante influencia, comenzó a regalar pintura blanca y café a sus vecinos, para hacerle contrapeso al proyecto de Sanabria “Pero fueron saliendo uno y otros clientes, y de pronto, la mitad del pueblo ya estaba pintado. “Eran jornadas prolongadas en las que participaban todos los miembros de la familia: los niños, la señora, el padre, los amigos. Se trabajaba de noche y de día. “Esta labor colectiva consiguió otro objetivo importante, que fue el de acabar muchas enemistades».

“Cuando a alguien se le acababa una pintura, entonces recurría donde el vecino para que le prestara o le regalara. Gracias a esta acción, todas las familias del pueblo se volvieron a hablar…” Y así continúa esa crónica escrita el 9 de diciembre de 1994 en el periódico El Tiempo, uno de tantos escritos editados para exaltar la labor de este colonizador del color, que dejó su estilo indígena tatuado a los frontis de pueblos como Ráquira o Monguí, este último donde en algunas de sus cuadras se encuentran plasmados el rojo y el dorado propuesto por Sanabria.

Su investigación daba cuenta de que el rojo era el color de luto de los indígenas y el dorado simbolizaba el oro con el que mandaban al muerto para que tuviera riqueza en la otra vida; sin embargo, propietarios de otras casas se resistieron al cambio y aún conservan los colores blanco y verde, heredados de la Colonia.

Como todas las luchas de los visionarios y soñadores, la de Daniel Antonio Sanabria no fue fácil, pero según se afirma en varias investigaciones y escritos, la de Ráquira, por ejemplo, fue la medida utilizada para migrar de una economía del mercado de ollas a una economía centrada en el turismo. Los resultados ya tenían a Ráquira como el pueblo más lindo de Boyacá en 1995 y con una cantidad superior de comerciantes comprando y migrando hacia esos locales con la fachada intervenida”.

Así fue la rebeldía de este quimérico contertulio, andariego y coleccionista de colores, que almacenó en su corazón los conceptos de otras latitudes y luego, las heredó a su natal y entrañable Boyacá, tierra a la que amó como dice Héctor Vargas en su bambuco, “como a su mama”. Hoy el mundo lo despide, pero guarda en la memoria los colores que dieron vida a muchos pueblos de su hermosa Boyacá.