Chita: El Pueblo que Perdonó pero no Olvidó

Por: Catalina Moreno.

«Prometo olvidar, aunque…»  se lee con tinta indeleble en una de las paredes del pequeño salón social del pueblo, al respaldo de la iglesia y a unas cuatro cuadras de donde todo sucedió hace 15 años.

Por esa misma calle que conduce al parque principal, dos ancianas caminan con parsimonia; del otro lado, un hombre en motocicleta, tapado hasta el pelo con ruana y sombrero se moviliza lento cargando en su mano izquierda una bolsa de papel con lo que posiblemente será su desayuno.

Son las 6:48 de la tarde, y en Chita aún se escucha el bullicio de niños, jóvenes, y de los campesinos que aprovechan ese domingo para departir brindando con un par de cervezas en tiendas y calles de la población.

En el centro del pueblo gente por doquiera camina, y a lo lejos, un cántico se escucha mientras el murmullo de los fieles acompaña. El sonido se hace más fuerte y al doblar la esquina, una multitud con velas encendidas responde al coro que entona el sacerdote que ora por los caídos.

– Déjame gritar paz y más paz, basta ya de guerras, basta ya de maldad- entonan.

– ¿Por qué hay tanta gente? – de repente le pregunta un desprevenido joven de unos 16 años a sus tres amigos de corrillo.

-Son los 15 años del caballo bomba que se cumplen mañana- responde alguno.

– ¿Tanto tiempo? – exclama con asombro.

-Eso creo- responde el único de los cuatro que parece saber lo que pasa.

La ceremonia termina, los habitantes retiran las imágenes de los ocho difuntos y en un santiamén la calle en donde hizo explosión aquel 10 de septiembre del 2003 el caballo cargado con explosivos, se desocupa y todos vuelven a la acción.

El comercio sigue abierto, los restaurantes preparan comida porque la noche es larga y los comensales aún se acercan.

-Hoy hace mucho frío- rezonga un droguista arrebujado entre un buso de lana que porta bajo su bata blanca, mientras pide un agua de hierbas en una tienda para calentar contra el pocillo sus dedos yertos.

Ya son las once de la noche. El susurro de los pobladores no cesa; un grupo de jóvenes corretea como haciendo caso omiso a ese mensaje que ahora inadvertido pasa grabado en la pared.

Andar por ahí, distraído, riéndose a carcajadas, después de las 6:00 de la tarde, hubiese sido un suicidio años atrás en un pueblo como Chita que sucumbió ante la violencia y que prometió olvidar, aunque… no todos lo hayan logrado.

Ya es 10 de septiembre, pero del 2018, y el hielo de la mañana que encapota a Chita penetra los huesos de los labriegos que de a poco empiezan a asomar. Campesinos a pie, campesinos en moto, estudiantes campesinos, mujeres bajo ruanas, mujeres campesinas por allí caminan.

Ahí va ‘Moneditas’, el personaje del pueblo que cada mañana en compañía de su perro entra a la tienda de la esquina a pedir el tinto del día. ¡Mala suerte la suya! La vendedora le pide que vuelva más tarde, está dedicada a arreglar su tiendita.

Y no es una fecha cualquiera, todos se alistan para el acontecimiento del día. Niños y jóvenes entre sacos azules de lana, faldas a cuadros y pantalones de paño, esperan bajo los tejares de las casas resguardándose de la lluvia que los acecha.

Algunos llevan prisa, otros no hacen más que esperar; son las 7:00 de la mañana y aún les queda media hora para empezar el desfile con el que habrán de rendir homenaje a las ocho víctimas del cruento atentado.

-Conmemoraremos los 15 años del holocausto- anuncian por parlante desde la iglesia y convidan a los paisanos a acompañar el recorrido.

Los estudiantes acomodan sus uniformes, se forman y están listos para salir. Las bandas marciales de los dos colegios encabezan la marcha que no se detiene ante el aguacero que se desploma sobre la humanidad de la multitud.

El agua escurre de los uniformes de los jóvenes que titiritando del frío avanzan hasta la cuadra en la que habrán de recordar a Wilson, Luis, Omar, Rafael, Félix, Ana, Guillermo, y el pequeño Carlos, de 6 años, quienes perecieron en el atentado hace 15 años.

Entre el desfile, resguardándose para no mojarse con la lluvia va ‘la profe’ Nubia Cely, la docente que sobrevivió al atentado para contarlo.

Ese día, había ingresado al negocio de uno de sus exestudiantes llamado Wilson, y a la salida del lugar, la explosión los cogió a los dos.

Junto a ellos estaba Juan Carlos, el pequeño de seis años quien luego de comprar un esfero quedó en la calle sin vida.

– En parte Wilson sacrificó su vida por mí, me cubrió toda la parte anterior de mi cuerpo- dice la maestra, que quedó atrapada bajo lo que cree era una puerta de una de las tres casas que se desplomaron.

El médico del pueblo y los aturdidos habitantes caminaban entre los heridos tratando de hallar vida. –Pero no querían ayudarme, pensaban que estaba muerta- dice Nubia.

La recogieron y la sacaron de la tragedia en un Nissan de unos políticos que prestaron el carro, y junto a ella se llevaron a don Rafael, quien murió cuando llevaban 20 minutos de recorrido.

Ella pasó cinco años luchando por su vida, y hoy tiene ‘remiendos’ por todo el cuerpo, como también los tiene Chita; la onda explosiva terminó por perforarle el estómago, perdió el músculo abdominal, estuvo a punto de perder su pierna izquierda, y tuvo que ser sometida a varias reconstrucciones de cara, luego del hecho que marcó su vida.

Mientras recuerda la tragedia el desfile de los colegios no se detiene; las banderas de los estudiantes ya se destiñeron bajo la lluvia y adelante van tíos, abuelos, hijos, nietos, padres y vecinos de quienes perdieron la vida ese 10 de septiembre.

Entre ellos se asoman María del Carmen y Pablo, quienes van recordando a su padre Felix Amarillo, un viejo trabajador de 66 años que no mantenía mucho por el pueblo y ese día bajó para encontrar la muerte.

– Me devolví con el inspector y cuando iban a hacer el recogimiento de cadáveres, me dijo vea, su papá está aquí, muerto. Quedó en la calle donde hizo explosión el caballo bomba, junto a la finada Anita.

Las lágrimas de esos familiares que aún recuerdan el episodio con nostalgia terminaron por fundirse con las gotas de lluvia que acompañaron la marcha, que finalmente se detuvo en el coliseo municipal donde amigos y parientes, profesores y sacerdotes, funcionarios y periodistas se fundieron en un abrazo que calmó el frío y alivió la tristeza.

-Me acompañan cicatrices por todo mi cuerpo, pero esas cicatrices me recuerdan todos los días que hay un Dios- dice ‘la profe’, quien asegura que perdonó a sus verdugos y que ahora sueña con que su pueblo y su gente sean capaces de perdonar.

Ese día en Chita, el sol brilló luego de la tormenta, quizá para recordar que son tiempos mejores, que ahora se puede caminar por sus calles sin miedo, que de las tomas guerrilleras del ELN y las Farc hoy nada queda, porque salir después de las 6:00 de la tarde ya no asusta, porque de a poco han entendido que olvidar, aunque cueste, es posible.